martes, 30 de septiembre de 2008

El ex-heroinómano budista.

En el año 1991, de julio a diciembre, estuve con Pedro. El 2 de agosto nos besamos. El 27 o 28 de diciembre, días después de mi cumpleaños, hablamos y dejamos que nuestra relación acabara.

A veces relaciones con magia como aquellas, agotadoras, intensas y por mi parte, hambrientas, pueden acabar en pura mierda. No contaré aquí como acabó.

Sí cómo empezó, a primeros de julio, en el nuevo puesto al que me mandaron en el trabajo eventual de todos los veranos. Gente que más o menos conocía de otros años, excepto Pedro. Él era un fijo de años, llevaba mucho tiempo en la empresa pero nunca lo había visto. El segundo día de trabajo tuve que hacer horas extra por la noche y él me trajo un bocadillo de su casa porque yo no llevaba comida. Un bocadillo de jamón cocido y queso. Casi se me atragantó de la verguenza.

Llegaba a casa y no podía dormir. Llegaba al trabajo y enfermaba si no coincidíamos en el turno. Enfermaba si coincidíamos. Y más si hablábamos. Buscaba su olor como una burra. Su olor me ponía frenética.

La noche del 2 de agosto salimos a tomar una cerveza tras el trabajo. Me contó muchas cosas y me dijo palabras muy bonitas que nunca nadie me había dicho. No palabras cursis. Pedro no era cursi. A un hombre que ha estado enganchado al caballo durante años no le sale la cursilería. Esa noche nos besamos en su coche, frente a la bahía. Quedamos para el día siguiente. El día 5 se fue de vacaciones a un monasterio budista en Francia y yo le mandé una carta un día de lluvia. Lluvia en agosto. Era magia.

Cada encuentro, en los pinos de Bolonia, en el río de Las Corzas, en el piso vacío de Jerez, en la azotea de Cádiz, en las habitaciones de hoteles de Tarifa, de la Línea, de Chiclana, en su Opel Kadett, eran magia. Hambre. Quería su esencia. Sabía que acababa. Él me decía que en otra vida... no se, un tópico como un castillo, algo de otra vida, de amarnos siempre, de pertenecernos siempre.

No se nada de él. Hace dos años, en Semana Santa, le vi cruzar la Plaza. Estaba envejecido, ya debe rondar los 60 años. Era un hombre muy guapo, tenía ojos azules de acero, el pelo al uno casi blanco, tenía dientes postizos, pero no se le notaban. Tenía cicatrices terribles en el abdomen. Fuimos animales que se encuentran y , tras la lucha, se dejan cicatrices de por vida.

Escuchamos Heroin de Lou Reed camino de un día de playa en Bolonia. Hizo una larga disertación, en su viejo Opel, sobre el caballo, sobre su abstinencia, sobre budismo. Sobre renacer tras estar medio muerto, desahuciado en vida. Parafraseando a Machado, decía que era un viejo olmo herido por el rayo y que había florecido conmigo.

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