sábado, 25 de abril de 2015

Yo quería ser cantante

en una orquesta de feria.

Una tiene deseos a veces que no se explica y miren cuánto tiempo y cuánto trabajo me ha costado venir a soltarlo aquí.

Cuando en mi pueblo se estilaban las orquestas en las casetas de feria, yo envidiaba a las cantantes macizas sobre el escenario. También era consciente de que sería la única en aquella tesitura, es muy raruno desear ser una macizorra embutida en un traje de lentejuelas barato. Pachanguera no, yo he bailado con orquestas de repertorio muy digno que apenas ha tocado el palo de la pachanga. Cosas latinas elegantes, mucho de los ochenta y del pop sesentero, alguna cosita en inglés, aquellas orquestas de feria estilosas son las que me gustaban a mi.

Yo me recuerdo bailando con mis amigas e imaginándome en el escenario con mi coreografía, mis tacones y los músicos. Ah, los músicos, obviamente mi fantasía de ser cantante de orquesta de feria incluye un romance con el músico guapo. A mi me parecía una idea super, super romántica: ir de feria en feria todo el verano, sin más planes que cantar y besar a mi músico guapo. Que es lo que siempre a mi me ha gustado, hacer teatro, cantar canciones de moda, ser una frívola de buen corazón y enamorarme a lo bestia y sin aspavientos. Yo miraba a las cantantes de orquesta de feria y pensaba que eran un buen concepto de todo aquello, ese tontaina deseo adolescente.


jueves, 9 de abril de 2015

La contagiosa chifladura

M. es uno de los hombres más locos que he conocido, se que sigue estando avionado porque lo veo en facebook con un negocio utopiquísimo y encantador que tiene. Un loco arrebatador. Un chiflado de sonrisa eterna. Le adoro. No le veo nunca pero le adoro. Hoy he leído sobre él, qué cosa sorprendente, y descubro que no fui la única fascinada. 

A mi me gustaba un montón, no se lo dije ni se lo insinué jamás pero cuando estaba cerca me notaba eléctrica; M. te contagiaba la energía indomable que tiene. Cuando llegaba, era el centro, pero no de esa manera cargante y odiosa de acaparar una reunión, lo suyo era espontáneo, el tío más espontáneo y menos artificioso del mundo. Caía bien en un plis plas, decía tres o cuatro cosas de las suyas, con ese ceceo tremendo que tiene, y ya te tenía en el bote. 

Era un maestro de ceremonias perfecto, bordeaba el histrionismo sin meter la gamba, era un comediante, un atractivo bufón. Recuerdo aquel viaje que hicimos en pandilla, él se apuntó en el último momento y no fui yo la única que respiró con alivio. Todos le queríamos. Dos días completos con él, y no hacía falta que hiciera chistes todo el rato. M. sólo tenía que sonreír y ya estaba una a gusto. 

Hoy he leído sobre él y le he recordado. La última vez que le vi fue hace dos veranos y se había quitado aquella barba horrorosa. Iba con su novia del instituto, habían vuelto a juntarse tras muchos años cada uno por su lado, me contaron su historia de amor y algunas de sus movidas y fue de esas veces que encontrarte con alguien querido te da el subidón del siglo. Menudo granuja adorable. 


martes, 7 de abril de 2015

La ciudad elástica

Usábamos la ciudad a nuestro antojo. La ciudad a nuestros pies, ciudad elástica. Daba igual la hora, podían darnos las cinco de la madrugada y podíamos deambular a la hora absurda de las tres de la tarde, con todo cerrado, con nadie en la calle, sólo nosotros, la ciudad era nuestra.

Conocíamos bien sus esquinas traicioneras, donde el levante pega fuerte; nos quedábamos pasmados frente al escaparate de delicias gastronómicas -sin dinero para comprar-; poníamos nombre a los gatos que vivían bajo la muralla; dominábamos bajo qué soportal resguardarnos de la lluvia, en qué pastelería matar el hambre de media tarde, en qué bareto daban menús económicos de platos combinados.

Y nos besábamos. Cualquier lugar nos valía para besarnos, besos en cada tramo de aquel largo malecón, besos en todos los bancos de todas las plazas y en aquella esquina frente a la estatua de San Miguel, tan desvergonzados y tan victoriosos frente al arcángel que nos miraba sin decir ni pío. Nos besábamos en el autobús. Nos metíamos mano en los asientos de atrás y de madrugada, en las casapuertas. No teníamos conciencia de que nos miraran y si la hubiéramos tenido, nos habría dado igual. Éramos un par de insensatos con toda la primavera por delante.