miércoles, 30 de julio de 2014

Mi piso del centro

Pasé junto al portal de mi viejo piso del centro. Está en una calle estrecha y descuidada, en la frontera justa del barrio castizo, el único que le queda a mi ciudad. Cuando me fui a vivir allí me parecía la zona más alegre y auténtica, con su peluquero de caballeros, una vecina gorda y rubia de bote que estaba un poco loca (y tenía un loro), la frutería en la esquina con una frutera que me daba conversación, una gozada para la iniciación a la independencia.

Tardé más de un año en amueblarlo e instalarme. Más de un año lo tuve cerrado y sucio, sin agua ni luz, y teníamos que poner una manta en el suelo para follar. ¿Eran dos fines de semana al mes? Lo he olvidado. Cenábamos pizza del telepizza y nos alumbraban las farolas de la calle. Nos daba igual. Al cabo de un año ya tenía ahorrado para la cocina, la cama y el televisor. Cuando me instalé definitivamente, tuve a mi padre mosqueado conmigo y sin hablarme más de un mes. Cosas de ser la hija mayor.

Fueron más de cinco años. En ese tiempo me instalaron una estantería de madera preciosa -me parecía preciosa- en una habitación que destiné a estudio. Puse todos mis libros y me podía pasar largo rato contemplándolos, pasándoles un trapo para quitarles el polvo, ojeándolos. Me compré mi primer ordenador -sin conexión a internet- e intentaba escribir. Pero fueron años en lo que yo acumulaba deseos y nunca me satisfacía.

Tuve vecinos muy raros, en aquel bloque. A duras penas entablé amistad con el matrimonio de abajo, pero nunca me cayeron bien (me los crucé en la Feria y me hice la tonta). Celebré fiestas que acababan en la minicocina, un descontrol de botellas, patatas fritas y ceniceros. Y, a veces, gente rara. Se coló una rata que tuvo ratitas y hubo que hacer una escabechina con ellas (qué días horrendos). Hubo cumpleaños con globos y en Navidad los Reyes Magos dejaban sus regalos en el salón. Una noche, mientras apagaba las luces antes de irme a la cama, sentí una prodigiosa sensación de hogar.

El piso ahora se ve minúsculo desde la calle. Había ropa de niño tendida (en los tendederos que instalé yo). Los muros estaban llenos de pintadas que nadie tapa. No lo echo de menos y tengo el recuerdo de los últimos días, cuando encontré comprador y estaba deseando largarme. Lo encontraba pequeño, lleno de trastos, ruidoso, yo misma era una ruidosa acumulación de mezquindad. Se bien cuándo comencé a odiarlo, aunque no escriba sobre ello porque no podría burlarme. Los días desperdiciados.

domingo, 27 de julio de 2014

La esclava instruida y otras del género erótico

Cuando yo pillaba toda lectura que sonara a sumisión, me agencié La esclava instruida, que estuvo de moda hace unos años y la recomendaban aquí y allá. Tengo que advertir que de BDSM no hay nada en la novela y que parece más cosa de marketing tanto el título como la imagen de portada que se les ocurrió a los viciosillos de La sonrisa vertical. A mi eso no me importó, que no hubiera rollete BDSM, pero recuerdo que la novela me mosqueó. La he vuelto a releer, para ver si fue cosa de manías mías del pasado, pero no. El mosqueo sigue intacto.

No niego que tenga sus méritos, La esclava instruida, porque el autor es un caballero cultísimo y nos lo hace saber en cada página. A mi tanto despliegue de cultura no me molesta pero un pelín de originalidad no vendría mal. El protagonista va de Pigmalion con su amante y enumera tan campante los libros, la música y las obras de arte que le molan. Y es lo de siempre. Ópera y jazz. Tooodos los caballeros cultos empeñados en hacer de Pigmalion adoran la ópera y el jazz (ay, esos caballeros que te ponen como ejemplo el Nessum dorma para presumir que saben de ópera, pffff). Todos te citan a Borges. Y todos, toooodos, te ponen como ejemplo de cine clásico megaculto El tercer hombre que, a expensas de lapidación, yo afirmo que es una peli sobrevaloradísima. En fin, ABURRIDO.

Luego está el tema del sexo, ese gran problema que aqueja a todas las novelas eróticas y que las convierten en un tostón. La idea es describir escenas sexuales de manera amena y variada. Y eso, por mucho que lo aliñes con fresas, champán u otra piba -rubia y descocada- que ande por ahí, resulta A-BU-RRI-DO. Porque al final de todo, los protagonistas acaban:
a) copulando
b) teniendo sexo anal
c) teniendo sexo oral

Y no hay tu tía.

En la práctica divierte; como lectura, ABURRE. Por otro lado, en muchas novelas eróticas, como esta mismo, se producen momentos chocantes. Los protagonistas dicen frases eruditas -que nadie en su sano juicio le dice a su pareja en momentos de intimidad- y hasta citan a autores renombrados. Por ahí, bien, ya que estamos haciendo alarde de sabiduría. Pero, y esto es lo ridículín, proclaman cosas como "me corro, me corro, ahhh, me corro". Una cosa megaridícula. Es lo que tiene escribir una historia de folleteo. Que ponerle palabras queda absurdo y poco verídico. Me corro, me corro. ¿Eso se dice por ahí cuando la peña se corre? A mi, frases así, en las novelas, me proporcionan cero lujuria.

Y para acabar y quedarme a gusto: los orgasmos irreales. Los caballeros que escriben novelas del género erótico piensan que las pibas se corren con tres apretones al pezón. Las pibas ultracachondas que protagonizan sus novelas, se entiende. Y no. Ni con tres apretones ni con tres chupadas al glande del caballero. Yo entiendo que imaginar pibas así, que se corren de una manera tan elemental y con tan poco trabajo, es un gustazo. Y entiendo también que el género erótico se alimenta de fantasía, como las novelas de caballería, y sirven para un desfogue genital-manual, hasta ahí le veo mérito. Pero que no me la den con epatar a base de juntar cuatro frases con "coño" y cinco con "polla" y acabar con un "Córrete, ya!!!". Es, ya digo, ABURRIDO.

viernes, 25 de julio de 2014

En brazos del hombre maduro

Nunca he explicado mi atracción por los hombres maduros. Ninguna de mis amigas ha tenido relaciones con hombres tan mayores como los que he conocido yo. Algunas supieron de esas relaciones pero nunca profundizamos en ellas. Por eso ignoro si llegaron a juzgarme o a tildarme de loca. 

Yo nunca estuve obsesionada con hombres maduros, no iba buscando ese prototipo. Tampoco buscaba referencias paternas, nada de fantasías edípicas y chorradas así. Ni buscaba un protector en el que refugiarme y consolarme. Ni mucho, ni muchísimo menos, una especie de tutor o educador, nada de un guía cultural que me iniciara en libros o arte. Nada de eso. Siempre fui demasiado soberbia. Por eso me irritan a veces ciertas novelas de caballeros maduros que instruyen a sus amantes jóvenes. Me subleva ese prototipo de jovencita bellísima y viciosa que recibe instrucción y sexo maduro a partes iguales. 

Yo nunca fui bellísima. Y siempre me las di de instruida. Los hombres maduros con los que me relacioné alguna vez fueron retos. Entre nosotros quise establecer una confrontación, siempre, no solo de cuerpos, sino de ideas y de saberes. Suena terriblemente cursi, pero así me excitaba yo. Un hombre maduro podía ser una oportunidad de enfrentamiento y dialéctica: su experiencia y mi juventud, he ahí lo que yo buscaba. Empaparme de experiencia y enfrentarla  con mi visión ingenua de la vida. Podíamos hablar horas, ellos y yo y el sexo era secundario.

Es cierto que fantaseaba con un sexo experimentado. Fantaseaba con que mis hombres maduros me aportaran saberes eróticos y exóticos, los hombres maduros son una fuente de expectativas que pocas veces se cumplen. Sin embargo, nunca consentí que me defraudaran esas expectativas no cubiertas y relegué el sexo a un papel secundario y siempre a iniciativa suya. Mis amantes maduros me provocaban instinto maternal. Yo adoraba consolarles, cuidarles, escucharles, ser su paño de lágrimas y ellos así lo manifestaban. Buscaban una joven maciza y ardiente, sí, pero también alguien en quien volcar sus miedos, sus pequeños dramas caseros. 

Yo buscaba experiencia. Aprender de sus vidas. Les observaba como a insectos, era un poco entomóloga yo, les sorbía las vivencias, me aferraba a ellas, empatizaba de manera brutal. Era fácil y nuevo para ellos. Me gustaba sorprenderles con mi candor (a veces miserablemente impostado), me gustaba ofrecerles mi corta experiencia pueril y a menudo de una simplicidad abrumadora. A ellos, mi simplicidad se la ponía dura y yo bien lo sabía. 

Probablemente les exigía demasiado, no a nivel sexual, sino afectivo y ninguna relación tuvo larga trayectoria. Ellos eran mi banco de pruebas literario, les mandaba cartas de amor, poemas atrozmente doctos, le reclamaba con disimulo, sin decirlo a las claras, complicidad y devoción a partes iguales. Lo mismo que ofrecía yo. Yo era muy joven y muy diestra en el arte de crearme expectativas. 



 

lunes, 21 de julio de 2014

Amor efímero (o el mejor polvo)

Los mejores polvos tienen fecha. De septiembre de 1991, por ejemplo. Ya es triste que el mejor tenga tantos años y a día de hoy sea insuperable. Yo creo que lo tengo un poco mitificado. Pero no me voy a poner aquí a desglosar los buenos polvos que me han echado porque no es mi estilo. Hoy toca escribir sobre ese polvo mítico de principios de otoño que recuerdo tan bien.

Se bien por qué lo tengo colocado en la categoría de El Mejor. Fue obra del gran AMOR efímero que toda biografía que se precie debe tener. Miren qué efímero: de agosto a diciembre de 1991. Cuatro meses de mierda. Pongamos que nos vimos, mi gran AMOR efímero y yo, una media de dos veces en semana. Treinta y dos días de AMOR a polvo y medio por día de media resultan cuarenta y ocho polvos en cuatro meses. Que más que gloriosos eran impacientes. Desesperados por el poco tiempo. Porque los dos sabíamos que lo nuestro era breve. Lo bueno si breve... así es cómo fue.

 Él no era un gran follador. Que los años y la mala vida le pesaban. Pero yo era joven y muy voraz y le contagié mis ganas. Él me lo decía así (y me recitaba a Machado). No era un gran follador pero le ponía ganas y me obligaba a decirle frases guarras. Porque le costaba trabajo empalmarse, por la mala vida, ya digo. Pero a mi me importaban un carajo sus problemas de erección. Yo le amaba con toda la pasión de los AMORES efímeros.

Él le ponía ganas, incluso más que yo, porque con todo lo cabrona que soy, a menudo yo me hubiera conformado con mirar las estrellas y darnos besitos frente al mar. Aquella tarde de septiembre yo iba convencida de que sólo daríamos un paseo por el bosque. Un paseo bucólico por un bosque que, incluso en verano, estaba verde y fragante. Un paseo con su perrillo, una monada de perrillo de una raza chula con un nombre chulo y que trotaba feliz a nuestro lado. Él nos guiaba, al perrillo y a mi, nos llevó junto al río, se desnudó y se metió en el agua. Lo que es el AMOR. Que los ríos me dan miedo (por las pozas profundas y el cieno y los bichos) pero no dudé en desnudarme y correr junto a él.

Luego también fue iniciativa suya sacarme del agua y tumbarme sobre una roca para follarme. Con los cuerpos mojados y brillantes. Bajo los árboles de septiembre, con el rumor de hojas, con el perrillo trotando por ahí, con el miedo a que apareciera cualquier pastor, con el rumor del río, con el aroma de la tierra y de su cuerpo, con el calor de la piedra que me magullaba la espalda a cada ataque, con sus gruñidos y sus besos que siempre dolían, con la fragilidad del placer a su lado, el tiempo breve, la tarde que acababa y yo debía volver a casa y él a la suya. El amor salvaje y exasperado por mi juventud, por su vejez, por el miedo a perdernos, como así fue, por cómo olía, cómo sabía, cómo me quería.

martes, 8 de julio de 2014

Cáncer y romance

A mi me gustan las pelis románticas. Me he tragado tropecientas veces Love Actually (que me hace llorar a moco tendido) y  las comedias románticas como Cuando Harry encontró a Sally. Hasta aguanto como una campeona algunos dramones románticos de llorar mucho porque acaban mal. Solo algunos.

Pero está el subgénero Love Story. Yo me leí la novela antes de ver la peli. Fue hace mucho. La novela es una monada aunque casi no me acuerdo. La peli solo me gusta por el estilazo de Ali McGraw. El resto me resulta insoportable y muy olvidable.

Ahora estrenan dos películas casi a la vez que van de lo mismo. La misma trama que Love Story, a saber, muchacha ideal y bellísima por dentro y por fuera, con enfermedad terminal y amor imposible. Bigger than life. AMOR.

Y me jode. Me jode hasta el punto de ponerme a escribir sobre pelis que no voy a ver. Me jode el romanticismo tramposo. Las comedias románticas y la mayoría de los dramas románticos tienen trampa, si, pero utilizan tretas menos arteras. Conocemos los viejos trucos del chico-conoce chica y chico-pierde-chica. Pero ay, las pelis de chica con cáncer terminal y amor sublime. Jode mucho.

La teoría es la siguiente: las chicas enfermas se vuelven arrebatadoras. Cuanto más grave e incurable sea su enfermedad, más arrebatadoras. Por eso, tienen  más probabilidad de encontrar al GRAN AMOR DE SU VIDA. Cáncer y romance, no me digan que no resulta obsceno y cruel. Una gran putada de guiones y tipos y tipas que esperan ganar pasta a base de romanticismo mórbido. Vendiendo que una chica con cáncer es por fuerza intrépida e irresistible y su amor, que por supuesto NUNCA dura más de un año,  es, por ese motivo, el AMOR más valioso, el único valioso.

El amor que dura un año. Esa es la clave. Durante ese tiempo hay puestas de sol, besos bajo la lluvia, un baile, un viaje loco, polvos románticos y miles de frases embriagadoras. Un año y fin. Debe acabar antes de la rutina, el trasiego cotidiano, el temible y anti-romántico pasar de los días. El auténtico AMOR no es de diario. El auténtico AMOR debe ser efímero y si tiene final trágico, eso, amigos, es un plus de autenticidad. Imaginen que Ali McGraw no muere joven. Imaginen qué tostón de matrimonio con hijos, perro y casita en un suburbio de New Hampshire. No hay color.

No soy de las que hacen cruzadas contra las tramas románticas en el cine o en las novelas. Ya digo que me pirro por una buena historia de AMOR. Pero jugar con estereotipos tan viejos -las damas tísicas del XIX, supuestamente irresistibles, Margarita Gautier, pero ¿han visto alguna vez a un enfermo de tisis de verdad?- estereotipos tan crueles, que de forma tan facilona buscan la lágrima, a mi me dan mucha rabia y mucha repugnancia. Más aún si quitan valor al auténtico amor de los cojones, el que no escribo con letra mayúscula, el que a veces es sublime y otras huele a costumbre.



domingo, 6 de julio de 2014

La felicidad es el problema

Dan un avance de un programa de la 2. El periodista cuenta que en su espacio entrevistará a gente que se declara feliz. El periodista, que ya son ganas de ser pejiguera, tiene como misión cuestionar la felicidad de los presuntos felices y ponerles en aprietos. Que de verdad demuestren que son felices y por qué. Ya digo, ganas de dar por saco.

Se supone que en sociedades como la nuestra, con las necesidades básicas relativamente satisfechas, la búsqueda de la felicidad nos ocupa mucho tiempo y paradójicamente, nos hace ver cuán infelices podemos ser. Yo no tengo muy claro cómo se hacen esos estudios de felicidad. Que si la gente de Villarriba es más feliz que la gente de Villabajo y blablabla.  Entiendo de indicadores de calidad de vida y eso, pero ¿medidores de la felicidad?

Hace unos meses fui a un taller de autoconocimiento. No se llamaba exactamente así, pero ya me entienden de qué va el rollo. Fui con curiosidad y mi sempiterno escepticismo. Fui como no se debe ir a esos talleres: con la mente fría y dudosa. La señora gurú era la típica gurú con pinta de jipi chiflada. Intenté ser complaciente con la señora, lo juro, e intenté dejarme llevar. En un momento dado, dos de los asistentes al taller se declararon Absolutamente Felices y la señora gurú entró en el típico diálogo socrático y cuestionador-de-todo (perfectamente previsible). Al final, los Absolutamente Felices  reconocieron que no eran tan felices y que tenían leves insatisfacciones y cosas que corregir en su vida... Un coñazo tremendo.

Conozco gente (todos conocemos gente así) que publica fotos de lo felices que son. Una amiga, tras publicar sus fotos de viajes y plenitud, exige que confesemos que envidiamos su dicha. Si no decimos nada resulta que somos envidiosos y si decimos que qué guay el viaje y las fotos, resultamos ser ... más envidiosos aún. No se, un lío. No mando a mi amiga al carajo (ganas no me faltan) porque la quiero y se que no es tan feliz como aparenta.

Conozco gente (todos conocemos gente así) que quiere ser feliz todo el rato. Y si pasan minutos de su vida sin felicidad plena dan una lata tremenda. Gente que cambia de actividad porque nada les llena, gente que hace cursos y va a clases para buscar la felicidad, gente que no acaba lo que empieza porque no les satisface como pensaban. Al final, todo se reduce a las viejas expectativas

¿Y yo? Yo intento no pensar mucho en ello, aunque hoy me he pasado la mañana perfilando este post y por tanto reflexionando sobre estas puñetas. Se que cuánto más pienso en ser feliz más ansiedad me entra y acabo perdiéndome entre pensamientos disparatados. Se que no veré ese programa de la 2 de las narices ni pienso acudir a más talleres de conocimiento personal que repiten lugares comunes y no me aportan nada. Ya saben, si me leen, que de sobrada tengo un rato.