martes, 28 de julio de 2009

Tarde en un hotel

Con ocho años pasé una tarde mágica en un hotel. Mi padre asistía a una reunión de trabajo en un hotel mágico y nos llevó a la familia allí, a pasar la tarde. Era un hotel mágico porque tenía jardines inmensos, una piscina de formas redondeadas y árboles que daban una sombra misteriosa. Y por dentro, por dentro tenía salones con muebles antiguos, un piano de cola, infinitas puertas, largos pasillos.

Aquella tarde jugué con mi hermanita y con un niño que me gustaba de hacía mucho tiempo. Era rubio y de mi edad. Le conocía de siempre, a Manolito, porque sus padres eran amigos de los míos. A veces coincidíamos en cumpleaños y en comuniones -tengo una foto con él el día de mi comunión-. También recuerdo visitas a su casa. Me gustaba y me producía un agradable nerviosismo aquel niño.

Fue mágica la tarde en aquel hotel, con Manolito. Él era más arriesgado que yo y nos propuso corretear por los pasillos del hotel y pegar la oreja tras las puertas. Yo, que era una niña modelo -ganaba premios de buena conducta y todo- me sentí una golfilla gamberra, aquella tarde. Por supuesto, nos reímos mucho y nos asustamos también. Recuerdo unos zapatos de caballero tras una puerta, una habitación entreabierta, salir corriendo y escapar por una ventana que daba al jardín. Recuerdo echarnos clandestinamente en las tumbonas de la piscina y soñar que era la dueña de una gran mansión.

La tarde fue larga y llena de dicha. Yo me enamoré perdidamente de Manolito, ya casi lo estaba antes, pero aquella aventura de hotel lo corroboró. Mi amor de los ocho años, mi héroe valiente y arriesgado.

miércoles, 22 de julio de 2009

Jornadas de puertas cerradas

M., que sabe latín, dice que estoy llena de puertas, unas cerradas y otras abiertas. Lo ha sacado de un tema de Pedro Guerra, jaja, Pedro Guerra, la manía que le tengo. Pero no se si porque M. me la dedicó un día o porque la puñetera canción es preciosa... en fin, le di una oportunidad. A la canción, a él le tengo en cuarentena.

El caso es que estoy en jornada de puertas cerradas. Y a M. le debo la expresión. Me gusta esa expresión, pero no me recreo en el cierre. Ni me recreo ni me dejo de recrear. Estar en puertas cerradas es un dejarse llevar. Es ser tortuga escondida, un autismo feliz.

Son jornadas propias del verano. Me levanto más tarde y no hago mucho por la causa. Es un lento parasitar de sueños y un lento pasear por la playa mirando.

Pero por mucha lentitud, autismo y recogimiento meditabundo, estoy.

martes, 14 de julio de 2009

Más reflexiones frívolas y veraniegas

Mi hermana me regaló un collar por mi cumpleaños. Un collar de cuero con piedras de colores, nada sumiso, ojo, aunque ella sepa algo de mi. Léase aquí collar como un collar corriente, moliente y sin significados simbólicos. Yo nunca he llevado collares porque como buena Capricornio, soy austera en el tema adornos corporales. Así que fue mi primer collar para ir de bonita. Y como me gustó la experiencia "collar" me he comprado alguno más y otros que me han regalado, por lo que ya tengo cinco, en menos de un año. Ahora cuando me pongo guapa, a veces me pongo uno de los cinco collares, me veo rara, me los toqueteo mucho, pero me gusta.

También me he comprado dos pares de sandalias, con los dedos al aire. Una larga historia la de mis dedos de los pies, ya hablé de ello. Pero me dije, al principio del verano, que leches, son dedos feuchos pero tampoco son tan espantosos como para no lucirlos. Así que tengo dos pares de sandalias nuevas , con un mínimo tacón, y allá que voy paseándolas, a ellas y a mis dedos.

En rebajas, un par de vestidos ciertamente cortitos. Soy un desastre comprando. Miro y remiro y no me gusta nada. Entonces me entran los nervios y pienso: joder, mis hermanas seguro que habrían encontrado algo, etc . Las Capricornio somos poco atrevidas en el vestir, pero tampoco nos gusta llevar lo que todo el mundo lleva. Así que no encuentro nada que me guste, excepto dos vestidos que compré, uno verde manzana y otro rosa, cortitos, enseñando pierna.

Y unas gafas de sol, que no pensaba comprar pero las que tenía se me rompieron, ayer mismo. Así que me compré unas gafas que me dan una pinta de "madre buenorra" según me han dicho. Voy muy contenta con mis gafas, son redondas y bastante grandes y a mi me parece que me dan un aire muy chic.

Así que ahora salgo a la calle con mis gafas, mi vestido cortito, mi collar -no de sumisa, ag- y mis sandalias-enseña-dedos y que me quiten lo bailao. Estuve conversando con S. hace un ratito, no estaba donde estaba, pensaba en mi, en mi, en mi.

martes, 7 de julio de 2009

Son de mar


No he visto la película pero si leí la novela de Manuel Vincent hace tiempo. Huele a Mediterráneo. Pero se que Atlántico y Mediterráneo huelen casi igual. Sal y yodo.

Huele a mar, huele a hombres que se alejan. Hombres que nos dicen adios para encontrar otros horizontes. Yo soy de tierra y miro al mar, yo me quedo -lo que no significa que me estanque- y me siento roca. Prefiero mirar el mar, que me produce mucho respeto, y dejar que ellos se alejen. Qué tontería, dejar. Ellos se alejan quiera yo o no.

(Tú sabes de esas cosas, porque te lo he contado, preciosa Dama del Norte. Y al contártelo me has quitado pesos de encima, tristezas y pensamientos grises. Sabes que las veces que has estado, al otro lado, el oleaje que nos abatía se hacía suave y casi dulce. Nadie puede con nosotras. Tú, que te muestras fuerte, alegre, procaz, divertida, sensual, sensata, loca, y a veces te escondes, siempre haces que me sienta bien y por eso, te doy las gracias.)

domingo, 5 de julio de 2009

Bares de carretera

Un bar de carretera es el paraíso para mirar. Llegas, te apalancas en la barra, donde sea, y miras, chupas imágenes, parasitas escenas. Hace unos días paré en La Palmosa, en la autovía de Jerez. Es uno de esos megabares de carretera donde todo el mundo para. Donde entra y sale gente, familias, turistas, currantes, hombres de negocios. Es el paraíso que te permite fantasear con las vidas que entran y salen. Hombres de negocios que entran y salen, hablan por el móvil y envían sms.

Un bar de carretera de La Mancha, en el 88. Yo iba a Madrid, en un autobús de coleguitas, de radikales con k y de sindicalistas, para una macromanifestación contra aquellas reformas laborales del PSOE. Iba motivada pero en aquel autobús apenas conocía a nadie y me sentía sola. De madrugada, en aquel bar de carretera de La Mancha, frente a un café típico de bar de carretera, solo pude mirar a la gente y a los camareros. Recuerdo perfectamente los jamones colgados, los carteles de toros y el sonido de la máquina del café. No tenía con quien charlar.

Un bar de carretera de Arcos de la Frontera. El bar de la gloriosa Manolita Chen, en el 89. Yo volvía de un corto viaje con mi profesor. Ya era de noche y paramos a tomar algo que no recuerdo. La barra solitaria, carteles de Ferias y del antiguo Teatro Chino pero no recuerdo si había jamones colgados. Yo apenas si miraba aquella noche, sólo tenía ojos para mi profesor, para beberme sus palabras y alargar el breve tiempo que nos quedaba.

Un bar de carretera en Andújar, hace apenas dos años, camino de Sevilla. Eran las diez de la mañana y el autobús paró para desayunar. Yo ya había desayunado antes y apenas pude tragar un café. No había jamones porque era un bar moderno y de apariencia clara. En la tele un debate preelectoral, la máquina del café, el sonido de las cucharillas sobre los platos. Iba nerviosa y tan concentrada en mi misma que apenas miré. Fui yo la observada, la gente me miraba, aquella mañana, con curiosidad.

viernes, 3 de julio de 2009

Mi amigo parecido a Martín Romaña

Durante dos años, J. fue mi amigo inseparable. Lo nuestro fue amistad a primera vista, en los pasillos del COU-nocturno. Él en el COU de Letras, yo en Letras-Mixtas. Él en clase de mi amiga, ella lo trajo al grupo de tres del que yo formaba parte. Los viernes nos escaqueábamos de clase, ahora éramos cuatro, nos íbamos a un bar cercano y dejábamos correr el tiempo hasta las once.

En aquella época J. tenía veinte años y era un tipo brillante. Guapo, un poquito estrábico, un poquito más bajo que yo, casi no se notaba. Tenía dedos alargados, manos calientes, era brillantemente irónico, risueño, mordaz e irreverente.

Era tan irreverente que me enfadaba -poco, más bien parodias de enfados-. En aquella época, mi época radikal con k, yo me esforzaba penosamente en aparentar ideas extremistas. Ya se sabe, las extremistas de izquierda y feministas de bigote no tenemos -tienen- mucho sentido del humor. Así que J. me ponía a cien con su mordacidad. Se reía en mi cara, el jodío. Yo le quería a rabiar.

Lógicamente fantaseaba con él, porque yo no creo en la amistad heterosexual pura y dura. Y se lo dije. Le dije, J. yo me acostaría contigo. Él sí creía en la amistad heterosexual pura y no pasó nada. Lo bueno de los amigos es que no pasa nada. Fuimos confidentes y paño de lágrimas durante dos años.

Fue el único que leyó una horrorosa novela que escribí en el invierno de 1986. No dijo que era horrorosa y se guardó su sarcasmo, pero como leal amigo me dijo que me dedicara a otros menesteres. Me recomendó La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique. Él era el mismo Martín Romaña, igual de extravagante y surreal. Aprendí mucho de aquella novela, del personaje de Martín Romaña y de mi mismo amigo: tomarse en serio es algo nefasto y sobre todo, aburrido.

Él si que escribía bien. J. era brillante. Irónico, extraordinariamente autocrítico. Pero también inseguro y, joder, asexuado. Como suele pasar, la amistad se diluyó cuando se echó novia, una rubita igualmente asexuada. Les veo muy de vez en cuando, siguen juntos y creo que se quieren mucho; viven en mi ciudad y tienen un hijo casi adolescente. Ella es dulce y muy agradable, él sigue igual de ingenioso y siempre me hace reir.