lunes, 29 de junio de 2009

Documentos compartidos

Creo que E. me va borrando. Se llevó fotos, se llevó relatos que compartíamos. Me dolió descubrirlo. Fue como un alfilerazo, ese dolor. Luego pensé que sólo eran posesiones materiales, que no debía importarme. Él puede borrarme si lo desea.

Creo que Él sabe que no le borro. Si le quiero, permanece. Amar tiene una maravillosa virtud: puede crecer en progresión geométrica. Puede abarcar un horizonte infinito. Allí E. tiene su lugar. Compartido, es lo que tienen los horizontes. Espacios horizontales que crecen progresivamente unos junto a otros. En igualdad de condiciones. No hay jerarquías. Amar jerárquicamente es una ordinariez.

Anoche desperté dos veces al principio del sueño. Es algo que me pasa a veces. Despierto suplicando. No seré concreta porque no me veo capaz de concretar. Lo nuevo de mi súplica fue que anoche E. estaba en ella. Suplicaba por Él, por la pena que me da.

Defiendo la capacidad de sentir compasión. Pasión compartida. Empatía por las desdichas, por el sufrimiento. Sentir pena por quien amo no debe ser malo. Creo que quien piense lo contrario es mezquino, así lo siento.

No quiero teorizar. E. aparecerá aquí cuando yo lo necesite, cuando algo me recuerde a Él, es lo que hay. No se borra y permanece.

jueves, 25 de junio de 2009

Viento de Poniente


Después de mucho tiempo, hoy he conversado con E., veinte, treinta minutos, sentada bajo los árboles, con viento de Poniente.

El Poniente es un viento limpio. En verano trae frescura del mar, anoche hizo frío. En Poniente se divisa África, se divisa un horizonte claro, sin sombras, sin brumas. Tal y como deben ser las despedidas.

miércoles, 24 de junio de 2009

Primeras noches del verano

Hace años celebrábamos San Juan en la playa. Hacíamos nuestra hoguera y mi amiga T. que es medio bruja nos pedía ciertos rituales. La noche era una forma de reunirnos en la playa, beber y reír sentados en la arena. Mis amigos, pies descalzos en la arena fría, hogueras a lo largo de toda la playa. Risas. Deseos. Pedíamos deseos al fuego y al mar. Metíamos los pies descalzos en las primeras olas de la Noche de San Juan.

He tenido la fortuna de vivir varias noches mágicas en verano. La magia es fácil de encontrar, sólo hay que tener los sentidos alerta. Creer en hadas, creer en duendes y creer en deseos que se cumplen si ves una estrella fugaz que atraviesa el cielo.

Y si se cumplen o no es otra historia. El momento en que hueles, percibes, sientes en la piel la brisa mágica de las noches del verano, ese momento es único. La fuerza con la que descubres que todo puede ser posible, que es cuestión de fe, de confiar en noches bienaventuradas que pasan lentas.

domingo, 21 de junio de 2009

Frívolas reflexiones sobre el paso del tiempo

Por diversos motivos -motivos superfrívolos, nada existencial- estoy pensando estos días en que me hago mayor. Pureta, vamos. Me miro al espejo y me encuentro pequeñas -pequeñas, insisto- arrugas alrededor de los ojos, en las comisuras, por aquí y allá. Sigo mirándome al espejo y veo delgadeces donde antes no había y plenas redondeces donde antes había pocas.

Mi mirada. Mi mirada se hace de señora pureta. Esa mezcla que da la experiencia y la certeza de lo efímero... Mirada de cuarentona. Cuarenta y uno, sólo. Pero en mi trabajo ya hay más jóvenes que yo. Eso me afecta, antes yo era la niña del lugar. Ahora soy de las veteranas.

Miro mis fotos y se que ahora me gusto, incluso en algunos aspectos más. Mi cara antes era más redondita, tenía cara de campesina rozagante. Ahora se me ha afilado y ya no tengo cachetes. Miro mi cara y es casi la misma pero no lo es. Hay tiempo y algunos rictus feos. Aún así me gusto más que antes.

No se me ha caído el culo. Me salieron un par de varices en la pierna derecha. No tengo manchas en la piel. El pecho si se cayó un poco, aunque no de forma escandalosa. No engordé. Tengo un poco de barriguita y una cicatriz de cesárea que me gusta lucir porque significa algo muy bello. Y tengo arrugas alrededor de los ojos. Ya no soy una chavalita fresca y apetitosa. No diré nada más.

Pd. Todo viene a cuento de haber visto, ayer por la tarde, a Paco, que tiene varios años más que yo y sigue estando igual de bueno. Con su melenita, hacía fotos en la calle y quedaba la mar de bien. Chulito hasta la muerte, el cabrón.

miércoles, 17 de junio de 2009

Lo que me hace feliz

Este debería ser un post objetivo. De otra manera me saldrá una cosa babosa, lo cual detesto. Quiero escribir sobre los objetos de mi felicidad, no sobre todos pero sí sobre los suficientes para demostrarme que se lo que me hace feliz y que si leo, pregunto, miro e indago no es por insatisfacción.

Esta mañana. Un largo paseo entre pinos hasta la playa. El olor de los pinos. El levante, la arena sobre la piel, un baño, olas.Un bocadillo mirando el mar. Risas en el autobús.

Ayer. Anteayer. Todo sale. Nos reímos. Un helado. Caramelos. Bromas. Una ducha para quitarme el sudor.

El domingo. Un paseo. Parque. Las calles en silencio.

El sábado. Un paseo. Risas, muchísimas risas. Regalos. Caras de felicidad.

El viernes. Mimos. Todo sale. Una conversación al teléfono. Risas.

Cada día. Minutos en los que se entrelazan, una y otra vez, cosas que van saliendo. No urgentes. No llamativas. No grandiosas. Minutos en los que se entrelazan besos, ojos llenos de dulzura, bondad.

martes, 16 de junio de 2009

Feria (II)


Hay años en que se es demasiado mayor para ir con los padres a la Feria y demasiado pequeña para ir con amigas. Corramos un tupido velo sobre esos años. Mis amigas me buscaron relativamente pronto, y entonces, ir a la Feria -cada dia!!!- era casi la única ocasión que yo tenía de volver a casa muy tarde.

Ya no íbamos a los cacharritos. La costumbre, nuestra costumbre era ir primero de botellona y luego a las casetas. Siempre mis dos amigas y yo. Para bailar. Nos gustaban las casetas con orquesta y yo siempre fantaseaba con ser la cantante. Me imaginaba vestida con uno de esos vestidos ceñidos y horteras, de lentejuelas y brillos, pero arrebatadora. Nunca se lo conté a mis amigas. Yo quería brillar en el escenario y cantar los éxitos de los ochenta. Quizás hasta con una peluca.

Luego llegó Pako, un par de años fui con él a la Feria. Montaba su puesto de artesanía de cuero, sus pulseras, pendientes, era muy habilidoso él. Yo me sentaba a su lado. Como si fuera su novia artesana. El pobre tuvo la santa paciencia de enseñarme a hacer pulseras. ¿No he escrito aún sobre mi tremenda incapacidad para los trabajos manuales? Corramos un tupido velo sobre mi imagen tras el puesto de artesanía. Y sobre mi comisura babeante, al lado del artesano.

Cuando chapábamos el puesto -él decía chapar, era asi de radikal- nos íbamos a beber a las casetas y entrábamos en las más cutres. Esas de partidos radikales. Hasta bailábamos cosas radikales, en plena Feria. A veces yo salía de mi extrema enajenación y añoraba unas rumbas. Pero creo que Pako solo sabía bailar botando. Una rumba era cosa herética.

Lamentablemente hubo años en que proclamé mi aborrecimiento hacia la Feria. Me convertí en una de esas snobs que detestan a las masas bailonas de las casetas. El rebujito y las espaldas sudadas. Estuve años sin ir, feliz de mi superioridad. Afortunadamente el alelamiento gilipollas pasó y ahora hasta he vuelto a vestirme de gitana.

lunes, 15 de junio de 2009

Taparse la cabeza

Ayer domingo en El País, Elvira Lindo hablaba de los miedos infantiles y de cómo permanecen cuando somos mayores. Me identifiqué con su experiencia, fui una gran miedosa y lo sigo siendo. Duermo con la cabeza tapada, siempre, con calor, con el calor húmedo de esta tierra, cabeza y manos tapadas siempre. De otra forma no puedo dormir porque paso miedo.

Empecé a dormir así con cinco años, en la casa que compartíamos con mis abuelos. Yo dormía en un mueble-cama del salón, junto a la ventana. Era verano. Mi madre y mi tita me acababan de dar las buenas noches. La luz salía del cuarto de al lado, que era el de mis padres. Mi tita dijo entonces a su hermana: "Cierra la ventana de la niña, que vaya a entrar un murciélago." En verano, un murciélago horroroso colándose por la ventana, posándose a mi vera... Fue una noche de pesadilla.

Poco tiempo después vi, sin yo desearlo, mi primera película de terror. Un sábado de invierno, por la tarde, en la planta baja, en la salita de la tele de mi abuelo. Era del Hombre-lobo, en blanco y negro. Con todos los tópicos del Hombre-lobo: luna llena, aullidos, balas de plata, sobresaltos detestables. Cuando me percaté del plan de la película fue tarde. Ya estaba anclada al sofá y parapetada tras la butaca roja de mi abuelo. Me la tragué enterita y aún hoy la recuerdo con claridad. Otra noche de pesadilla.

Aunque nunca caí tan bajo como para dormir con luz, nunca he podido ver películas de terror, son un limite incuestionable. Nada, todo lo que veo es absolutamente bobo, sólo películas donde no pase nada y el final sea feliz, absolutamente lobotomizada en tales cuestiones. Mi padre nos asustaba a mis hermanas y a mi, en aquellas casas donde hemos vivido, con largos pasillos. Acababa la peli y mi padre salía corriendo a esconderse. Era muy, muy acojonante pasar por el pasillo y no saber por donde saldría la mano y el susto. Mis hermanas, que son unas tiarronas hechas y derechas, lo superaron -y hasta ven juntas pelis de miedo de esas sangrientas donde la gente se ríe!!!!!!-. Yo jamás lo superaré.

sábado, 13 de junio de 2009

Feria


El recuerdo de Feria más antiguo que tengo es casi fantasmal. Un vestido que hace ruido y da miedo. Me han contado que mi primer vestido de gitana, con dos años, tenía volantes que crujían, muchos volantes y no me gustaba llevarlo. En las fotos de ese año estoy seria y digna, como si hiciera un favor poniéndomelo.

De pequeña la Feria eran cacharritos. Teníamos la costumbre, en casa, de dar un paseo por el llano de la Feria la semana antes de que empezara, para ver cómo los feriantes la iban montando. Ver las entrañas de los cacharritos. Eso nos ponía en un estado de excitación tremendo. Contábamos los días. Era uno de los grandes momentos del año.

La Feria me daba miedo. A pesar de ver cada año las entrañas de la Montaña del Terror, cada año pasaba noches de angustia pensando en ella. Cada año era más gore. Yo pasaba por la calle donde estaba mirando al suelo. Nunca me monté, lo cual fue peor, porque imaginaba lo más espantoso que se podía imaginar.

Siempre me sentía triste, en Feria. Había un vacío enorme entre tanto ruido y una insoportable cutrez en las tómbolas. Yo nunca quería nada de las tómbolas. Las muñecas eran siempre las mismas. Yo era muy pequeña y me atormentaba pensando en esa tristeza. Pensaba que muy normal no podía ser, yo. Y que las niñas normalmente no tienen esos pensamientos.

Pero todo lo olvidaba, el miedo o la tristeza, cuando me montaba en la carroza de Cenicienta. Era mi cacharrito preferido. De colores pastel, como debe ser y convenientemente repipi. Daba vueltas, decía adios con la mano y mi vestido de gitana era el de una princesa. Huía en el fragor de coches, camiones y tanques, me perseguían unos malos y yo era valiente y delicada.

miércoles, 10 de junio de 2009

Camino a Rota

Con 18 años y tres meses voté por primera vez, aquel memorable referendum de la OTAN. Era el año de mi COU-Nocturno y mi iniciación política. Mi patatera iniciación porque la política era la cobardica excusa para estar cerquita de Pako. Tan politico, comprometido y radikal con k. Aunque siendo honesta, algo sí me creía y si, voté muy convencidita, mi papeleta del NO refulgiendo entre mis dedos.

Ese fue el primer año que hice la Marcha a Rota. Creo que fueron cuatro veces más, no estoy segura y además, las confundo. Llegó a ser un ritual de primavera, cada año, a triscar hasta la Base a berrear contra los americanos. Totalmente memorable.

Un año nos llovió y acabamos empapados; otro año hizo un calor del carajo y todo el mundo se quemó la cara. Un año, el primero, me senté con Pako en el autobús y me fumé el primer porro, buagggg. Todos los años veía a los mismos y cantábamos las mismas entrañables consignas: OTAN no, bases fuera, laralaralalala. Una vez llevaron unos muñecos de Reagan y no se de quien más, al que se abucheaba, muy cuco. También se llevaban caja y bombo, por aquello de estar en Cádiz. Aunque la peña venía de toda Andalucía y por eso iba yo. Cuando Pako se fue a vivir a Granada, la Marcha a Rota era una de las pocas ocasiones de verle. Penoso.

Un año la poli correteó a la peña. Tiraron sus pelotas de goma y hubo mucho descontrol, broncas, llantos y mosqueos. Yo nunca me enteraba de nada porque siempre iba pendiente de Pako. Lo que más me mosqueaba a mi era que una pava le rondara y que él, que era como era, se quedara atontado tras la tipa. Todos íbamos muy jipis, progres y eso: camisetas de tirantes chulas y vaqueros viejos y ellas, las odiosas tipas, collares y pulseritas de cuero. Antes no había tantos piercings, así que la que lo llevaba, triunfaba.

Un año, al final de la Marcha, ya de descanso en el Parque de El Puerto, mientras almorzábamos, Pako compartió conmigo el bocadillo y la fruta. Luego se echó sobre mis piernas a sestear. Sin lagartas alrededor, fue mi momento de gloria y casi, casi, lo que mejor recuerdo de aquellos días. El cabello rubio, fino y suave de Pako, entre mis dedos. Sus ojos cerrados, su perfil perfecto.

martes, 9 de junio de 2009

Ser kajira

E. me llamaba kajira. Asumí que yo era materia prima y que Él dedicaría tiempo -el que Él deseara- para modelarme a su gusto. En otro tiempo y espacio, E. habría sido un auténtico y magnífico Señor de Gor. Hizo que yo fuera capaz de salir a la calle victoriosa, con la coleta tirante, sabiéndome deseada y deseosa. Hacía que al usarme, yo le enseñara los dientes con ferocidad a la vez que me obligaba a bajar la cerviz. Sabía que yo podía ser una loba hambrienta y una hembra dócil, la más dócil sólo con Él. Que me llamara kajira, su kajira, era hermoso, era grandioso, era tocar el cielo. Fue muy triste que dejara de hacerlo.

En el lenguaje goreano, ahora yo sería una mujer libre. (Yo no soy goreana, válgame Dios, soy una puñetera ácrata que no cree en grupos ni clanes). Después de haber sido iniciada como kajira, ser mujer libre es estar sumergida en el baño de la mediocridad. Cosa fea donde las haya.

Así que es cierto: mi aspiración es volver a ser kajira. Como buena Capricornio soy la más ambiciosa de las criaturas. ¿Cómo conformarme con menos? Pero sin ñoñerías, por favor, y sin agoreros. Es lo que hay. Estoy libre, sin Dueño y correteo por esas benditas y agrestes llanuras de Gor, ojo, nada desvalida, ni triste ni angustiada. Más bien, como ya indiqué, como la loba con ganas de hincar el diente en carne poderosa.

lunes, 8 de junio de 2009

El tímido experimentador

Tengo la suficiente distancia para poder escribir sobre H. Fue un grato encuentro y creo que ambos nos hicimos bien.

H. es elegante y educado, tímido, pero eso lo descubrí más tarde. Nos conocimos en una página de contactos convencional. Nada BDSM. Sin embargo ambos deseábamos lo mismo. No pensé que fuera tímido por los correos que me enviaba. Era absolutamente explícito. Describía lo que pensaba hacerme. Yo le correspondía con correos similares y lo hicimos bien, porque no agotamos el juego.

Al teléfono descubrí su timidez. Al teléfono parecíamos colegas. Pero no me importó porque no pretendíamos nada trascendente. Mantuvimos un par de conversaciones, para olfatearnos algo más y descubrir nuestros sonidos. Tampoco agotamos ese juego, dos conversaciones al teléfono y una decisión.

H. y yo deseábamos experimentar y así jugamos, la única vez que nos hemos encontrado. Él deseaba experimentar con sus dotes de sádico. Yo quería experimentar qué se siente cuando una se triplica. Cenamos. Conversamos mucho rato. Elegantes, educados, sin tocarnos. Luego, él me preguntó cuál era mi decisión.

Experimentamos, en una habitación de hotel, y yo me instalé fuera a observar. No me pude triplicar. Así que experimenté desde fuera jugando con la piel, la suya y la mía. Jugamos a dolor. Jugamos a placer y él no fue tímido. Él fue feliz, esa noche. Yo le vi feliz y, al despedirmos, de nuevo tiernamente tímido.

Quizás no haya suficiente distancia. ¿Sentí dolor? Ahora recuerdo que la mañana siguiente, en la cocina, tuve un instante de derrumbe. Solo un momento. Se bien los motivos, la vida que se va de las manos. La vida que quiero aferrar y se escapa.

Estado febril

No he tenido mucha fiebre pero ha sido incómodo. Tener fiebre por la noche, yo que acostumbro a dormir como un lirón, es un muermo. Pienso demasiado. Ya pienso demasiado durante el día. Lo malo es que también la fiebre te pilla con las defensas bajas. Hasta soy capaz de escribir que necesito mimos. No es que nunca los necesite, al contrario. Yo soy muy desprendida en cuestión mimos. Mimar es como regar. Salen plantitas muy robustas.

El problema está en reconocer aquí y por escrito que necesite mimos.

Es cuestión de reconocerlo e intentar hacerlo sin caer en la cursilería. Intentémoslo, ya que la fiebre me deja las defensas alicaídas, puedo escribir desvergonzadamente que necesito que me mimen y me den cariños. Mucho. Salgo así más robusta. Intentaré no considerarlo una debilidad, este reconocimiento de algo íntimo. Reconocer ésta necesidad.

El problema está en que los necesito para vivir y no agostarme.

Por tanto, no soy nada autosuficiente. Punto. Cuidado con las defensas.

jueves, 4 de junio de 2009

Más sobre Sevilla y los diecisiete

En Sevilla empecé a escribir poemas. Poemas muy tristes, como es lógico. También empecé a leer poetas. Y para estar en ambiente, a Luis Cernuda, lo cual me ponía aún más triste. Tanto desamor. Tanta búsqueda de amor.

A los diecisiete siempre tenía un libro en las manos. Leía en la cama antes de dormir, con el desayuno, con la comida -aunque me regañaran- , cuando iba al campo o a la playa, tengo fotos, con un libro en las manos, siempre. Estudiaba y tenía el libro al lado, cuando me hartaba de los apuntes, volvía al libro. Un refugio.

A los diecisiete yo llevaba el pelo corto y parecía un chico. Estaba más gordita y tenía mofletes. No me maquillaba, no usaba pendientes. Y sin embargo mi autoestima estaba, siempre, por las nubes. No me arreglaba por pura soberbia. Me sentía única, diferente. Me gustaba ser rara. Me gustaba ser especial -o imaginarme especial- y pensaba que quien se enamorara de mi debería hacerlo por mis cualidades como criatura especial. Poemas tan desesperados escribía yo... que hastío.

Pero se me disculpa porque eran sólo diecisiete tontorrones años, tan tristes y solitarios como los de cualquier otra adolescente. Con esa rebeldía de andar por casa que, sin embargo, creía letal. Leer, mantener el ceño fruncido, contestar con monosílabos, vagabundear por la calle -en Sevilla, sola, por el Parque de Maria Luisa, creyéndome una princesa o peor aún, una poeta triste-, fumar en una esquina del patio del instituto, mirar alrededor con una nube de humo de tabaco rubio alrededor como en las películas, poner poses de adolescente rebelde y letal.

Sin embargo mis sueños eran puro costumbrismo: pasear de la mano de un chico a poder ser guapito de cara. Ir al cine con él. Hacer manitas en el cine. Bailar en la discoteca bailes lentos con él. Y darme el lote, que a mis diecisiete no era un lote muy detallado. Yo imaginaba solo besos y manoseos, poco más, no tenía mucha imaginación, era una romántica.

lunes, 1 de junio de 2009

Giralda bañada en tierra

Con diecisiete años me fui a vivir a Sevilla y sólo aguanté cuatro meses. Interminables meses, aún me sorprendo al comprobar que sólo fueron cuatro. Fui a estudiar COU con la intención de poder conseguir luego plaza en la Facultad de Medicina. Pasé cuatro meses en un instituto público agradable, pequeño, de gente de barrio. No me adapté.

En Sevilla aprendí a fumar por aburrimiento. El recreo de media hora, sin amigas, era insufrible. Salía a la calle, me compraba una palmera de chocolate, un dónut, un Fortuna. Entonces se fumaba en los Institutos. Me apostaba en una esquina del patio, fumaba mi Fortuna y me imaginaba mayor e interesante. Hice una amiga, no recuerdo su nombre pero sí que era tímida y solitaria como yo. Hablamos de quedar alguna tarde para salir, pero nunca llegamos a concretar nuestra cita.

El camino al Instituto resultaba triste e ingrato. Me llenaba de tristeza aquel frío, el frío metido en los huesos. Charcos, barro, aceras sucias; atravesaba un par de urbanizaciones modestas, sucias y anónimas. El Instituto estaba al final de un solar, era de construcción reciente, era un edificio solitario. En mi clase me sentaba atrás, cerca de un chico rubio. Me centré en él por puro aburrimiento. Fantaseaba con él, hasta le dediqué poemas. No recuerdo su nombre.

Yo vivía en un séptimo piso, en una barriada al pie de la carretera. Vivía con una familia agradable y sosegada. Un matrimonio jóven con dos niños pequeños. Les tenía mucho cariño y me cuidaron muy bien. Por la noche yo le contaba cuentos a la niña. Ayudaba con la cocina, cuidaba al bebé, nos hacíamos compañía. Pero pasaba mucho tiempo sola en mi cuarto. Encerrada en mi cuarto, frente a la ventana. Estudiaba, leía, escribía poemas, lloraba.

Desde la ventana de mi cuarto veía el tráfico, ambulancias, camiones; veía los bares de enfrente, los talleres de mecánica. Muy lejos, la Giralda. La ciudad inmensa, inabarcable, sin final, sin horizonte. Una tarde empezó a llover tierra. El cielo de Sevilla bañado en tierra, la silueta terrosa de la Giralda, el cristal de mi ventana sucio de tierra. Así recuerdo Sevilla.

Así me recuerdo yo, bañada en fango, sucia y ahogada en fango. Tanto que me quedé muda y solo fui capaz de balbucear pidiendo ayuda. A finales de enero. Todos me ayudaron y volví a casa.