Sólo he estado una vez en Barcelona, a los cinco años. Fui con mis padres y dejamos a mi hermana de un año con los abuelos, cosa que me dejó muy triste. Recuerdo bastante bien el viaje como una sucesión de imágenes y sensaciones. Me gusta recordarlo, fue mi primer viaje.
En la Plaza de Cataluña correteaba a las palomas mientras esperaba a alguien. El Zoo, recuerdo ver a Copito de Nieve durmiendo en un rincón, rodeado de sus hembras y recuerdo a un mono que me enseñaba la lengua, qué risa. El Tibidabo, un teatro de autómatas, la montaña rusa, unas tacitas que giraban. Churros bañados en azúcar, un desayuno único, en una cafetería con taburetes rojos. Un funicular cuesta arriba.
Nos alojamos en casa de unos amigos de mis padres. Me pusieron a dormir en el cuarto de una niña de mi edad, que me daba patadas por la noche y me desvelaba. Una madrugada me levanté y en el salón encontré a la mamá de la niña. Me arropó en el sofá y me quedé dormida. Yo detestaba a aquella niña, era odiosa. Me aguantaba las ganas de llorar, por culpa de la niña y porque echaba de menos a mi hermanita. Me quejaba de dolor en el pecho y me llevaron al médico. Me diagnosticaron simple tristeza.
Recuerdo maravillosamente bien el viaje de vuelta, en barco. Ya no existe esa línea que unía Barcelona con mi ciudad. Me bañé en la piscina. Comí pollo asado con patatas fritas. Dormí en un diminuto camarote. Paseé por cubierta y vi una película. Recuerdo el mar dorado, al atardecer.
Ahora se que no fue un viaje de placer. Mi padre acudió a entrevistas de trabajo, hubo serias posibilidades de irnos a vivir a Barcelona.
Yo era una niña fantasiosa y marisabidilla. Quería ser bailarina de ballet. Barcelona me pareció una ciudad mágica, llena de asombros. Magia, quizás me crucé con E. en el Tibidabo. Quizás Él y yo estuvimos juntos mirando el circo de autómatas, ese otoño.
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