martes, 11 de enero de 2011

Mi segunda casa: un piso en las afueras

Me he cambiado de casa muchas veces. Mi padre siempre ha sido culo de mal asiento y, en mi misma ciudad, nos hemos mudado una y otra vez desde la primera y mágica casa en la que viví hasta los siete años.

Mi segunda casa fue un piso en las afueras. Me hizo ilusión porque por primera vez iba a disponer de cuarto propio. Compartido con la enana de dos años que era mi hermana, con ella, siempre, hasta que me fui a estudiar fuera; yo siempre en la cama de la derecha y ella en la de la izquierda. Privilegio de la mayor disponer de la pared para acurrucarme en la noche. Mi primer dormitorio - que pasó de mudanza en mudanza sin descomponerse- tenía una lucecita incorporada a la mesita de noche. Desde ese primer momento en mi cuarto nuevo, leer antes de dormir sería un ritual para siempre.

El piso de las afueras era mucho más grande que la parte que ocupábamos en la casa de mis abuelos. Tenía un salón y una salita de la tele. En el salón casi nunca entrábamos -aunque a mi siempre me tocaba limpiar el polvo de los muebles- y en la salita de la tele pasábamos toda la tarde. Maria Luisa Seco presentando Un globo, dos globos, tres globos y los viernes El hombre y la tierra y el Un, dos, tres. Cuánto me gustaban los viernes.

Lo malo de aquel piso es que estaba demasiado a las afueras. Yo iba al colegio en el coche de unas vecinas -cosa que llevaba mal porque en aquella época yo ya apuntaba maneras antisociales-. Alguna vez fui andando, vaya mierda de caminata. Frente al piso sólo había campo, un cerro seco, con un nido de la guerra. A veces íba de excursión con mi hermana y mi abuelo y nos sentábamos a ver pasar los coches.

En aquel piso, desde mi cama,  escuché a mi padre llorar la muerte de mi abuela M., la noche de Nochebuena; en la cocina de aquel piso teníamos un cartel que nos recordaba que a la peque había que ponerle un parche en el ojo para corregir su estrabismo; en el salón intocable bailé vestida de bailarina para mi maestra de Primero -una tarde maravillosa-; en el cajón de mi mesita de noche comencé a coleccionar las Joyas Literarias; en el cuarto de mis padres les pillé una tarde de verano haciendo el amor sin saber qué era aquello pero deseando que me tragara la Tierra; en nuestro dormitorio pasé el sarampión y mi hermana vomiteras que la dejaban exhausta, a cada cambio de estación; en el salón intocable me vestí de Comunión y me hicieron fotos en la terraza, la inmensa terraza de un quinto piso que te morías del vértigo; en el descansillo se fraguó el primer romance de mi hermana con el vecinito del sexto, que era otro mocoso igual que ella -mi hermana, allá dónde fuera, rompía los corazones de los vecinos-. 

Ahora si pasas frente a aquella urbanización, descubres que sigue casi igual, con el porrón de años que tiene encima, siguen pasando muchísimos coches, sigue el cerro, pero con un centro comercial en lo alto, no se si seguirán las mismas tiendas -la de chuches era de un inglés que se llamaba Geoffrey- y mi piso, aquel quinto B de empapelados setenteros, con flores y grecas y una terraza enorme desde la que se veía el mar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sólo puedo decirte que esta entrada me ha encantado, conmovido y emocionado. Es un texto estupendo, digno hijo de su madre.

Como me gusta y que placer leerte, mi querida María

Besos admirados.

Mar dijo...

Un honor para mi lograr que te emociones, porque el sentimiento de admiración es mutuo.

(Esta noche salgo con mis compañeras de trabajo, te aseguro que en el gin-tónic que caiga brindaré por ti).

Un gran beso.