lunes, 17 de enero de 2011

A veces el cielo se caía sobre mi cabeza

Me pongo a contar y quizás fueron tres, las veces que el cielo se cayó sobre mi cabeza. Cuando una catástrofe así ocurre, suele ser porque has tentado a los dioses. O porque te has entretenido aflojando los tornillos que mantienen el firmamento bien firme.

O cuando quieres trasgredir tu vida y la vida va un paso atrás. O tú, a más revoluciones de la cuenta y acabas perdiendo compás. O saltándote semáforos y señales de stop. Te saltas tantas señales de stop que acabas chocando con lo primero que te pilla por delante. El cataclismo.

Esas tres veces se produjeron entre mis diecisiete y mis veintidos años. Tan mona, tan fresca, tan inocente -eso decían-. Y no logro entrar en detalles porque me falta objetividad. Lógicamente son derrumbes del cielo que valoro desde una perspectiva muy subjetiva: cualquiera que las conozca al detalle podría pensar que no era para tanto. Pero las cosas son así: el cielo sólo cae sobre individualidades. El resto del mundo, una vez hecho el silencio, sigue a lo suyo. Y tú te quedas una buena temporada lamiéndote heridas y mirando alrededor, para que nadie te vea lamerlas.

Pero como decía, no puedo escribir sobre ello -lo cual queda supermisterioso- porque no le encuentro el punto humorístico. Si me pusiera a escribir sobre ello, ahora, me saldría una cosa melodramática y  me niego a caer tan bajo. Me gustaría bromear sobre aquellas circunstancias. Me gustaría encontrarle el punto gracioso, que seguro que lo tiene. Me gustaría desdramatizar y, carajo, hace tanto tiempo que no sé por qué no desdramatizo ya... quizás, lo más probable, es que eso de lamerte heridas, aunque sean tan lejanas, sigue procurándome placer, el terrible placer de la autocompasión.

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