lunes, 16 de febrero de 2009

Una puerta cerrada en casa

Mi padre me decía, en verano, que a la hora de la siesta no se les debía molestar, ni a él ni a mamá. Todos los niños odian la asquerosa hora de la siesta. Es lo más aburrido del mundo. Además, en los setenta no había tele a la hora de la siesta. Estaba la asquerosa carta de ajuste, cuánto odiamos la carta de ajuste.

Una tarde no aguanté de aburrimiento y abrí la puerta del cuarto de mis padres. Les pillé, claro. Joder, qué susto. No recuerdo gran cosa, sólo que me llevé un susto y luego que me sentí muy culpable. Más aún porque ni mi madre ni mi padre me regañaron, más tarde, cuando salieron. Yo esperaba la bronca del siglo, pero no pasó nada. Imagino que se mearían de risa. La cara que se me pondría, para foto.

Luego, un poco más mayor, recuerdo las confidencias entre los dos, mi padre susurrándole cosas a mi madre. Para una adolescente resulta algo casi extraterrestre. Mis padres tenían... ni sabía cómo llamarlo, en esa época ni sabía conjugar el verbo follar. El Interviú, el Lib bajo el cojín de un sillón (ja, se creían que yo no registraba). Mis padres al cine a ver Emmanuelle. Yo le preguntaba a mi madre por la mañana que qué tal la peli. Mi madre, que es muy inocentona, me respondía que era muy fuerte, con muchas mujeres desnudas y de mayores. Probablemente le brillarían los ojos.

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