lunes, 7 de febrero de 2011

El violinista en el tejado

Mi primera película, lo cual es curioso, porque lo normal es que la primera vez hubiera sido una de Disney. Se estrenó en el 71, yo tenía cinco años y me acuerdo perfectamente de cada sensación, una huella indeleble que además mi padre se encargó de no borrar: se agenció una grabación de la banda sonora y yo la escuchaba todo el tiempo en casa. Me aprendí -chapurreando un inglés inventado- todas las canciones. If I were a richman, dubidubidubidubidubidubidubiduuuu.

El cine donde la vi ya no existe. Era uno de esos cines grandiosos, con palcos y platea enorme -o a mi me parecía enorme-, con asientos rojos y acomodador. Llegamos tarde, mis padres conmigo,  y la película ya llevaba unos diez minutos. Fue alucinante: cuando acabó nos quedamos a ver el principio y el final triste se quedó en principio feliz.

Yo tenía cinco años pero me enteré de casi todo sin saber de judíos, de la Rusia de los zares ni de diáspora. Hablaba de amor, de padres e hijas, de hermanas -yo acababa de tener una hermanita- , de soñar con ser rico, de ser rico con lo justo y necesario para la vida, de la alegría de vivir, de bailes, de canciones, de rituales y juegos. La comprendí, me emocionó, soñé con volver a verla muchas veces más.

Y no fue hasta muchos años más tarde, cuando la pusieron en la tele, un sábado por la noche. Fue hermoso: fue un sábado en nuestro piso de estudiantes, en nuestro primer piso, mi amiga AB conmigo. No teníamos tele -¡no teníamos tele!!!!- y esa noche nos prestaron una. La pusimos en el salón y nos comimos fresas con nata de postre. Las dos, AB y yo, nos moríamos de ganas de volverla a ver y fue diferente, no fue la misma ensoñación del viejo cine pero fue hermoso. Fresas con nata, un enorme tazón, canciones que yo recordaba y una tristeza no tan triste, porque yo ya era mayor y un poquito menos impresionable. 

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