miércoles, 25 de marzo de 2009

Una avión que vuela alto por el cielo azul

Todos los domingos de primavera, todos -a no ser que lloviera- íbamos al campo. Fue una buena costumbre familiar hasta que la abuela Paca estuvo demasiado viejecita. La abuela, el abuelo hasta que murió, las titas, los titos, los primos, mis hermanas, mis padres. El cuatroele verde de mi tita, el ochocientos cincuenta de mi padre, el ford de mi tío. Mesas de playa, sillas de playa y una butaca para la abuela. Comida. Comida para el aperitivo, para el almuerzo, para la merienda. La que preparaba la abuela era la mejor. Hubo una época en que mi abuelo se empeñó en llevar la tele (!!!!) para que sus nietas favoritas -mi hermana y yo- no se perdieran la serie del domingo. La tele se conectaba a la batería del coche y aquello parecía la salita de casa.

También campeábamos. El abuelo era campurriano a tope. Buscabamos palitos para hacer una fogata -tiempos en los que se hacían fogatas en pleno campo-. El abuelo se hacía una cama de helechos para la siesta-tiempos en que se cortaban helechos con desparpajo-. Íbamos a la fuente a por agua. Sorteábamos un río, yo a duras penas porque soy torpe para triscar por las piedras. Por la tarde, mi hermana y yo nos tumbábamos junto al abuelo, al sol, para hacer la digestión. No hablábamos y era casi el mejor momento: escuchar la gente a lo lejos, oler la hierba, mirar bichitos, contemplar el cielo azul.

Siempre me llevaba libros los domingos de campo. Leí las Leyendas de Becquer bajo los alisos del río. El Monte de las Ánimas es más sobrecogedor sentada en un bosque-galería que susurra. A veces también me llevaba las tareas del colegio y eso era bastante indignante. Pero no todo iba a ser perfecto, un domingo de campo. Las tareas y el Carrusel Deportivo en la radio a la vuelta, cosas que deprimen al alma más templada.

Con quince años me obsesioné -y me imaginé enamorada- de un niño que vivía en el campo. Su familia tenía un lejano parentesco con la mía, a veces pasábamos por su casa y estábamos un rato. Yo le buscaba con timidez. Era morenito y alto y tenía unos preciosos ojos negros, muy brillantes. Era desaliñado, como todos los niños que se crían en el campo. Me parecía muy hombre. Montaba a caballo, pero no como montan los niños pijos. Montaba como un hombre de campo, con manta, sin florituras, de faena. Encontrar a aquel niño, aunque solo para verle cinco minutos, me bastaba para pasar una semana de ensoñación.

Acuarela de Toquinho me recuerda a él.

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