lunes, 19 de enero de 2009

Un episodio antisocial

Uno de mis sobrinitos, de seis años, fue de campamento estas Navidades. No es especialmente independiente y, sin embargo, aguantó como un machote los cuatro días que estuvo sin sus padres. Llegó a casa lleno de mugre, con nuevas palabrotas aprendidas y más contento que unas pascuas.

Yo estuve de campamento con doce años. Tenía mucha ilusión y fantaseaba todos los días sobre lo bien que me lo iba a pasar. Mis padres me animaban. Contábamos los días. Imaginaba cuántos amigos nuevos iba a hacer, de todas partes y cuántas aventuras iba a tener. Iban a ser quince días de julio, en un pequeño pueblo de la costa de Málaga, a apenas 40 kilómetros de mi casa.

Me agobié nada más llegar. El lugar estaba bien, no lo recuerdo cutre, ni deprimente. Habitaciones comunitarias-tres filas de camas con su mesita de noche-, los chicos en la planta de abajo, las chicas en la de arriba. Baños comunitarios -una fila de lavabos y dos filas de duchas. Comedor de mesas para seis. Piscina. Pistas deportivas. Muchísimo césped y pinos. La playa muy cerca. Monitores convenientemente jóvenes y dicharacheros.

Cada día había un rato de piscina, otro rato de deporte, otro rato de manualidades. Poca playa porque en esa zona es peligrosa -la rompiente muy cerca de la orilla. Cada día comíamos un plato diferente, lo típico para la chavalería: paella, huevos fritos, salchichas... Cada tarde había dos horas de siesta, en la que podías hacer lo que te diera la gana. Cada noche había tiempo libre en el césped. La gente se sentaba en corrillos, se cantaban canciones y se jugaba al juego de "verdad o consecuencia".

Me agobié porque soy una profunda antisocial y detesto las habitaciones comunitarias, compartir mi intimidad con cincuentas niñas más. Detestaba a las niñas más sociables que yo que se paseaban por el horrendo cuarto comunitario envueltas en una toalla y cotorreaban sobre chicos. Y planeaban aventuras. Fui terriblemente huraña, aunque hice algunas amigas. Una de Salamanca -¡tan lejos, pobre criatura!- lloraba a mares porque echaba de menos a sus padres.

Lo pasé muy mal, horrorosamente mal en dos ocasiones. Una tarde a la hora de la siesta me fui a leer a la sombra y un niño se me acercó con ganas de charla. Fue simpático el crío pero yo, muerta de miedo y verguenza, le contestaba con sequedad. Pobre chavalín. Se fue a acercar a la rara del campamento.

Y una noche otro niño me pidió un beso porque se lo habían indicado así en el juego de "verdad o consecuencia". Yo ni le conocía y quería que le besara!!!! Increíble. Y como era tan antisocial, bruta y arisca le dije que nanay. Pobre niño. Le tocó una que no respeta las reglas del juego.

Mi familia cometió un error: el abuelo Cristóbal se empeñó en ir a visitarme al campamento un domingo y yo me emperré en volver a casa con ellos, con mis padres, mi hermanita, los abuelos y la tita. Lloré y el abuelo Cristóbal dijo que la niña se volvía a casa. Recogí mis cosas llena de felicidad. Y con una sensación de fracaso sobre la que hoy puedo bromear, pero que fue dolorosa mucho tiempo.

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