martes, 20 de enero de 2009

Mi tótem

Mi abuela materna fue una fuerza de la naturaleza. Era pechugona, extremadamente vital, fuerte, recia, una cachonda. Tenía una nariz muy pequeña y colorada, bastante bonita. Usaba gafas y se le clavaban en las mejillas porque estaba gordita. Era torpe para andar, tenía artrosis. También era muy glotona y se escondía pasteles en los bolsillos de la bata para comerlos a escondidas. Era una cachonda.

Siempre me preguntaba por mis novios y se interesaba por el tamaño de sus pollas. Me contaba anécdotas de su vida sexual, junto al abuelo. Aquel semental. Se reía bajito y con picardía cuando me recitaba ciertos poemas verdes que no escribiré por ser harto procaces. La gracia es que cada vez que los recitaba lo hacía como si yo los oyera por primera vez. Así que yo hacía como la que se escandalizaba. Siempre igual: poema, reirse bajito, yo fingiendo escándalo, más risas. Normalmente mi hermana la mediana nos acompañaba. La abuela es nuestro tótem.

Mi abuelo materno era un manirroto. Jugaba a las cartas y convidaba en el bar. Herencia genética, él venía de una familia de ganaderos arruinada. Gastaba el dinero con alegría. Era un hombre divertido y muy cariñoso. Compraba lencería fina a mi abuela. Le daba besos a menudo. Sé que tuvo alguna querida. Mi abuela también lo supo por una vecina, pero la mandó a hacer puñetas. Ella me lo contaba.

La abuela perdió dos hijos. Una de pequeñita; el otro, mi tío al que no conocí, del que me han dicho que era un gran hombre, murió de una enfermedad que hoy día se hubiera curado. Mi abuela siempre vestía de negro y nunca la vi ir a una boda eclesiástica, bautizo ni comunión.

Trabajó muchos años en Gibraltar. Fue criada de varias inglesas y de una holandesa. A la holandesa la apreciaba pero se cachondeaba de las inglesas. Me contaba lo mal que cocinaban: rosbif y un puñado de guisantes hervidos, sin salsa ni ná. Yo me reía con ella -a pesar de que también era una historia que me contó decenas de veces.

Viví en su casa hasta los cinco años. Cada mañana bajaba a desayunar con ella, me daba migotes de pan mojados en café negro. No me gustaba separarme de ella. Después, al cambiar de casa, iba a visitarla cada sábado. Era el mejor día de la semana.

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