miércoles, 23 de noviembre de 2011

Zen, deseos.

Pedro  es la única persona que practica el budismo que he conocido. Él me hablaba largo y tendido sobre el zazen, me explicaba la posición para meditar, su ambición de ser un buen budista y fundamentalmente, desprenderse de todos los deseos. Quizás para él era más sencillo que para mi, porque en aquella época el tenía casi cuarenta años y yo tenía veintipocos,  lo deseaba todo y estaba dispuesta a comerme el mundo para ello. A veces me gusta pensar que yo fui el último deseo -inmoral- de Pedro y que, después de mi, alcanzó la plenitud zen.

Ahora, a punto de cumplir los cuarenta y cuatro años, tengo un buen puñado de deseos locos. Me acompañan y me dan calor. A veces les paso la mano por el lomo, que se eriza y me hace cosquillas. Me he acostumbrado a la compañía de mis deseos y, normalmente, no me dan mucha lata. A veces les echo de comer. A veces, mis deseos se reproducen, porque los deseos son entes promiscuos que no tienen reparos en fornicar y dar hijos al mundo. Los nuevos deseos son acogidos en mi hogar, les echo un vistazo y me despreocupo. Suele pasar en familias numerosas.

Yo jamás sería una buena budista. Soy demasiado sureña y apasionada. Me gusta vivir, tocar, probar, arriesgar, tirarme en picado. Jamás podré desprenderme de esos deseos tontos, locos e irrealizables. Qué más me da. En el fondo son buena gente y no me molestan para dormir.

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