
Aquella tarde jugué con mi hermanita y con un niño que me gustaba de hacía mucho tiempo. Era rubio y de mi edad. Le conocía de siempre, a Manolito, porque sus padres eran amigos de los míos. A veces coincidíamos en cumpleaños y en comuniones -tengo una foto con él el día de mi comunión-. También recuerdo visitas a su casa. Me gustaba y me producía un agradable nerviosismo aquel niño.
Fue mágica la tarde en aquel hotel, con Manolito. Él era más arriesgado que yo y nos propuso corretear por los pasillos del hotel y pegar la oreja tras las puertas. Yo, que era una niña modelo -ganaba premios de buena conducta y todo- me sentí una golfilla gamberra, aquella tarde. Por supuesto, nos reímos mucho y nos asustamos también. Recuerdo unos zapatos de caballero tras una puerta, una habitación entreabierta, salir corriendo y escapar por una ventana que daba al jardín. Recuerdo echarnos clandestinamente en las tumbonas de la piscina y soñar que era la dueña de una gran mansión.
La tarde fue larga y llena de dicha. Yo me enamoré perdidamente de Manolito, ya casi lo estaba antes, pero aquella aventura de hotel lo corroboró. Mi amor de los ocho años, mi héroe valiente y arriesgado.