Llevaban ropa chula y siempre diferente. Ropa psicodélica -lo que nos molaba a los niños de los ochenta la psicodelia de la tele-. No sabía qué bailarina me gustaba más, la rubia del pelo frito, la china lánguida o la negra de rizos afro, en realidad cada sábado me pedía ser una diferente, según me pillara el cuerpo.
Yo quería bailar así y pavonearme envuelta en ropas doradas o de colorines. Llevar esas botas de tacón y no caerme. Llevar esos bikinis que enseñaban medio culo, sexys a morir -antes de saber el exacto significado de ser sexy-.
Quería hacer coreografías superdifíciles y hacer playback, que el publico aplaudiera -en Aplauso y en su casa- y me imaginaba después del programa, una vida de aventuras y maravillas etéreas.
Pero sobre todo, quería que los bailarines me toquetearan. Era mi fantasía inconfesable, tan renacuaja yo, pero cada vez que a la china la cogían entre dos o tres y la meneaban así y asá, yo me derretía por dentro. Miniorgasmos musicales. No se qué bailarín me gustaba más, cuál quería que me sobara: el rubio de melenita lacia, el negro despampanante, el morenito guapo ... daba igual, cuántos más mejor. Yo es que apuntaba maneras desde muy temprano.
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