sábado, 13 de junio de 2009

Feria


El recuerdo de Feria más antiguo que tengo es casi fantasmal. Un vestido que hace ruido y da miedo. Me han contado que mi primer vestido de gitana, con dos años, tenía volantes que crujían, muchos volantes y no me gustaba llevarlo. En las fotos de ese año estoy seria y digna, como si hiciera un favor poniéndomelo.

De pequeña la Feria eran cacharritos. Teníamos la costumbre, en casa, de dar un paseo por el llano de la Feria la semana antes de que empezara, para ver cómo los feriantes la iban montando. Ver las entrañas de los cacharritos. Eso nos ponía en un estado de excitación tremendo. Contábamos los días. Era uno de los grandes momentos del año.

La Feria me daba miedo. A pesar de ver cada año las entrañas de la Montaña del Terror, cada año pasaba noches de angustia pensando en ella. Cada año era más gore. Yo pasaba por la calle donde estaba mirando al suelo. Nunca me monté, lo cual fue peor, porque imaginaba lo más espantoso que se podía imaginar.

Siempre me sentía triste, en Feria. Había un vacío enorme entre tanto ruido y una insoportable cutrez en las tómbolas. Yo nunca quería nada de las tómbolas. Las muñecas eran siempre las mismas. Yo era muy pequeña y me atormentaba pensando en esa tristeza. Pensaba que muy normal no podía ser, yo. Y que las niñas normalmente no tienen esos pensamientos.

Pero todo lo olvidaba, el miedo o la tristeza, cuando me montaba en la carroza de Cenicienta. Era mi cacharrito preferido. De colores pastel, como debe ser y convenientemente repipi. Daba vueltas, decía adios con la mano y mi vestido de gitana era el de una princesa. Huía en el fragor de coches, camiones y tanques, me perseguían unos malos y yo era valiente y delicada.

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