Aún no entiendo bien lo que significa pero resulta que de pasear se un rato, a la manera que se supone describe Baudelaire y esa gente de mal vivir. Digamos que soy una flâneuse a ratos y sin premeditación. Imagino que es tan válido como el que lo practica de manera premeditada. Lo que si es seguro que me hace feliz.
A pasear me acostumbraron mis padres que desde pequeña nos obligaban a ir de un lado para otro caminando. El coche, lo justo. Íbamos a casa de los abuelos, que estaba en la quinta puñeta, caminando y llegó el día en que, cuando visitábamos a la abuela cada sábado, aquel paseo era un rato para soñar. Y miren que era un paseo cutre, porque mi abuela vivía en un barrio apartado y para llegar a él teníamos que cruzar sobre las vías del tren. No hay paisaje más desolado, zarrapastroso y a la vez que incite a fantasear que los alrededores de las vías del tren. (Han pasado muchos años y ese descampado sigue igual, la estación a lo lejos, una casa abandonada e inmutable, los mismos caballos pastando).
Ya he escrito aquí cómo mi camino al trabajo es un largo paseo de treinta minutos en el que me da tiempo a todo: reviso la tarea que me espera, se me ocurren ideas brillantes, me deprimo, fantaseo, recuerdo, curioseo los balcones y miro a la gente que pasa. Cuando se ofrecen a llevarme siempre digo que me gusta hacer esa caminata de ida y vuelta porque me mantiene en forma, pero no explico la verdadera razón. La gente suele pensar que soy una especie de heroína andante, en estos tiempos en que para ir al trabajo es preciso el coche. Contarles la verdadera razón no haría sino aumentar mi fama de rara.
Y la playa. Yo necesito la playa para caminar y sólo al final del trayecto, en una esquina que suele estar solitaria, me tumbo frente al mar para seguir fantaseando. Los niños juegan alrededor y se bañan y yo juego un rato a las palas con ellos, pero pienso en el trayecto de vuelta, cuando se pone el sol y la playa está más bonita aún. Pasé unos días en una playa nueva por la que daba gusto caminar, nunca había disfrutado de mareas tan bajas y un viento de poniente tan frío, en pleno verano. Di un largo paseo con los niños que ya nunca protestan por caminar y mi madre que se paraba a coger coquinas. (Yo le regañaba porque quizás estaba prohibido pero mi madre no se puede estar un segundo quieta. Y pasa de mi olímpicamente.) Fue una mañana extraña, de primeros de agosto, con nubes y frío y aún así me quemé la piel. Me gusta mirar a la gente, bañadores y pareos, los peques con pañal (hay que ser idiota para tener a un peque en la playa con pañal), barrigas cerveceras, tabletas de chocolate, pieles morenas y blancuzcas, gafas de sol, me gusta mirar y fantasear y a veces criticar un poco, en eso salí a mi abuela.
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