Pasé junto al portal de mi viejo piso del centro. Está en una calle estrecha y descuidada, en la frontera justa del barrio castizo, el único que le queda a mi ciudad. Cuando me fui a vivir allí me parecía la zona más alegre y auténtica, con su peluquero de caballeros, una vecina gorda y rubia de bote que estaba un poco loca (y tenía un loro), la frutería en la esquina con una frutera que me daba conversación, una gozada para la iniciación a la independencia.
Tardé más de un año en amueblarlo e instalarme. Más de un año lo tuve cerrado y sucio, sin agua ni luz, y teníamos que poner una manta en el suelo para follar. ¿Eran dos fines de semana al mes? Lo he olvidado. Cenábamos pizza del telepizza y nos alumbraban las farolas de la calle. Nos daba igual. Al cabo de un año ya tenía ahorrado para la cocina, la cama y el televisor. Cuando me instalé definitivamente, tuve a mi padre mosqueado conmigo y sin hablarme más de un mes. Cosas de ser la hija mayor.
Fueron más de cinco años. En ese tiempo me instalaron una estantería de madera preciosa -me parecía preciosa- en una habitación que destiné a estudio. Puse todos mis libros y me podía pasar largo rato contemplándolos, pasándoles un trapo para quitarles el polvo, ojeándolos. Me compré mi primer ordenador -sin conexión a internet- e intentaba escribir. Pero fueron años en lo que yo acumulaba deseos y nunca me satisfacía.
Tuve vecinos muy raros, en aquel bloque. A duras penas entablé amistad con el matrimonio de abajo, pero nunca me cayeron bien (me los crucé en la Feria y me hice la tonta). Celebré fiestas que acababan en la minicocina, un descontrol de botellas, patatas fritas y ceniceros. Y, a veces, gente rara. Se coló una rata que tuvo ratitas y hubo que hacer una escabechina con ellas (qué días horrendos). Hubo cumpleaños con globos y en Navidad los Reyes Magos dejaban sus regalos en el salón. Una noche, mientras apagaba las luces antes de irme a la cama, sentí una prodigiosa sensación de hogar.
El piso ahora se ve minúsculo desde la calle. Había ropa de niño tendida (en los tendederos que instalé yo). Los muros estaban llenos de pintadas que nadie tapa. No lo echo de menos y tengo el recuerdo de los últimos días, cuando encontré comprador y estaba deseando largarme. Lo encontraba pequeño, lleno de trastos, ruidoso, yo misma era una ruidosa acumulación de mezquindad. Se bien cuándo comencé a odiarlo, aunque no escriba sobre ello porque no podría burlarme. Los días desperdiciados.
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