lunes, 21 de julio de 2014

Amor efímero (o el mejor polvo)

Los mejores polvos tienen fecha. De septiembre de 1991, por ejemplo. Ya es triste que el mejor tenga tantos años y a día de hoy sea insuperable. Yo creo que lo tengo un poco mitificado. Pero no me voy a poner aquí a desglosar los buenos polvos que me han echado porque no es mi estilo. Hoy toca escribir sobre ese polvo mítico de principios de otoño que recuerdo tan bien.

Se bien por qué lo tengo colocado en la categoría de El Mejor. Fue obra del gran AMOR efímero que toda biografía que se precie debe tener. Miren qué efímero: de agosto a diciembre de 1991. Cuatro meses de mierda. Pongamos que nos vimos, mi gran AMOR efímero y yo, una media de dos veces en semana. Treinta y dos días de AMOR a polvo y medio por día de media resultan cuarenta y ocho polvos en cuatro meses. Que más que gloriosos eran impacientes. Desesperados por el poco tiempo. Porque los dos sabíamos que lo nuestro era breve. Lo bueno si breve... así es cómo fue.

 Él no era un gran follador. Que los años y la mala vida le pesaban. Pero yo era joven y muy voraz y le contagié mis ganas. Él me lo decía así (y me recitaba a Machado). No era un gran follador pero le ponía ganas y me obligaba a decirle frases guarras. Porque le costaba trabajo empalmarse, por la mala vida, ya digo. Pero a mi me importaban un carajo sus problemas de erección. Yo le amaba con toda la pasión de los AMORES efímeros.

Él le ponía ganas, incluso más que yo, porque con todo lo cabrona que soy, a menudo yo me hubiera conformado con mirar las estrellas y darnos besitos frente al mar. Aquella tarde de septiembre yo iba convencida de que sólo daríamos un paseo por el bosque. Un paseo bucólico por un bosque que, incluso en verano, estaba verde y fragante. Un paseo con su perrillo, una monada de perrillo de una raza chula con un nombre chulo y que trotaba feliz a nuestro lado. Él nos guiaba, al perrillo y a mi, nos llevó junto al río, se desnudó y se metió en el agua. Lo que es el AMOR. Que los ríos me dan miedo (por las pozas profundas y el cieno y los bichos) pero no dudé en desnudarme y correr junto a él.

Luego también fue iniciativa suya sacarme del agua y tumbarme sobre una roca para follarme. Con los cuerpos mojados y brillantes. Bajo los árboles de septiembre, con el rumor de hojas, con el perrillo trotando por ahí, con el miedo a que apareciera cualquier pastor, con el rumor del río, con el aroma de la tierra y de su cuerpo, con el calor de la piedra que me magullaba la espalda a cada ataque, con sus gruñidos y sus besos que siempre dolían, con la fragilidad del placer a su lado, el tiempo breve, la tarde que acababa y yo debía volver a casa y él a la suya. El amor salvaje y exasperado por mi juventud, por su vejez, por el miedo a perdernos, como así fue, por cómo olía, cómo sabía, cómo me quería.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy romántico todo.

Mar dijo...

¿verdad que si?