martes, 7 de abril de 2015

La ciudad elástica

Usábamos la ciudad a nuestro antojo. La ciudad a nuestros pies, ciudad elástica. Daba igual la hora, podían darnos las cinco de la madrugada y podíamos deambular a la hora absurda de las tres de la tarde, con todo cerrado, con nadie en la calle, sólo nosotros, la ciudad era nuestra.

Conocíamos bien sus esquinas traicioneras, donde el levante pega fuerte; nos quedábamos pasmados frente al escaparate de delicias gastronómicas -sin dinero para comprar-; poníamos nombre a los gatos que vivían bajo la muralla; dominábamos bajo qué soportal resguardarnos de la lluvia, en qué pastelería matar el hambre de media tarde, en qué bareto daban menús económicos de platos combinados.

Y nos besábamos. Cualquier lugar nos valía para besarnos, besos en cada tramo de aquel largo malecón, besos en todos los bancos de todas las plazas y en aquella esquina frente a la estatua de San Miguel, tan desvergonzados y tan victoriosos frente al arcángel que nos miraba sin decir ni pío. Nos besábamos en el autobús. Nos metíamos mano en los asientos de atrás y de madrugada, en las casapuertas. No teníamos conciencia de que nos miraran y si la hubiéramos tenido, nos habría dado igual. Éramos un par de insensatos con toda la primavera por delante.

2 comentarios:

minerva dijo...

Qué de recuerdos me ha traído leerte!!
Besos.

Mar dijo...

Genial, siempre que sean buenos recuerdos, reina. Un besazo.