Yo de chica era muy graciosa. Es lo que me cuentan y yo recuerdo. Graciosa de tener ángel, de hacerle gracia a la gente, de simpática y salerosa. Me recuerdo cantando en medio del salón de una tía abuela que tenía pelos en la barbilla. Yo cantaba y la gente se mondaba conmigo. También recitaba poesías y ya saben la gracia que da escuchar a una niña regordeta recitar poesía repelente. Bailaba flamenco pero inventado y era siempre mona y cascabelera aunque me fastidiara la pesadez de la gente (y los pelos de la tía abuela)
Un coñazo.
No se crean que ahora soy antipática. A veces lo parece, una borde cuando me tocan las narices o cuando no puedo disimular la estupidez de cierta gente. Pero no es algo en lo que yo me regodee.
Tampoco soy de las que están todo el día con el chiste en la boca, que petardez, ni voy lanzando frivolidades divertidas por doquier. Pero creo que me quedan retazos de aquel salero mío de la infancia, supongo que es por culpa del candor que aún tengo.
Me importa mucho transmitir risa o al menos alegría. Me importa mucho cuando no lo hago, cuando soy borde con quien no debería y entonces me siento mal. Este verano alguien a quien no veía de años me saludó y me confesó que lo que más recordaba de mi era que siempre estaba riendo. Menudo subidón. Más que si me dijeran que sigo guapa o joven o lista. Seguir riendo. No haberme vuelto una malage. No haberme vuelto una intensa. Qué terrible si me pasara.
2 comentarios:
Conservar la alegría. Un verdadero don.
Bueno, más bien algo que requiere práctica y no perder de vista el horizonte.
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