Trabajó en un banco muchos años y la gente pasaba a saludarle. Sobre todo jubilados. Él siempre tenía un rato para escuchar y sobre todo resolver pequeños problemas "de papeles". Yo creo que los viejecillos le adoraban y no era para menos.
Trabajó en aquel banco que no se llamaba como ahora y no era tan estratosférico como ahora en la época de las máquinas de escribir. Era muy bueno escribiendo a máquina. Cuando llegaron los ordenadores estaba a punto de jubilarse así que se negó a aprender y nadie se lo recriminó. Menudo era.
También se negó a ascender porque no quiso amargarse la vida con responsabilidades que le importaban una mierda. Le ofrecieron ser interventor o apoderado, esos cargos con los que a muchos se les pone gorda. Por tener despacho, por tener poder. Él fue siempre un chupatintas que nunca usó corbata en la oficina. Supongo que eran otros tiempos estéticamente menos agresivos.
Un día se negó a "vender" aquel nuevo producto. Producto financiero que le llaman. Porque apestaba. Porque le insistieron que lo ofreciera a los jubiletas que cada mañana iban a saludarle, esos que no entendían de "papeles" y ya sabemos -ahora lo sabemos- que esos productos financieros están hechos de palabras que apestan.
Parece una historia imaginada, como de peli de colorines con final feliz, pero fue muy real, ya saben que yo no se inventar historias. Le castigaron en una mesa de una esquina del fondo. Sin trabajo, sin máquina de escribir. Lejos de la gente. De cara a la pared como quien dice. Meses entrando y saliendo de la oficina con su puntualidad germánica, insufribles horas sin nada que hacer. Lo que ahora llaman mobbing pero entonces no teníamos ni pajolera idea de cómo denominarlo, aquella miseria. No protestó. Aguantó con sus dos cojones pero, sí, pasó lo que sólo pasa en las películas con final feliz: los viejecillos protestaron, se pusieron tan pesados como sólo los jubilados saben y el director cedió. Quizás tenía su corazoncito o quizás finalmente le llegó el tufo de los "papeles". El volvió a su mesa de siempre y los viejecillos se quedaron, felizmente, sin el producto financiero estrella. Porque nadie tuvo huevos de volverlo a ofrecer, al menos en aquella oficina y con él delante.
El gran jefe que murió el otro día nuca supo esta historia. Él que se la perdió.
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