Siempre he contado cuentos y creo que lo hago bien. Cuando era adolescente me gustaba reunir a mis primos pequeños y dejarlos embobados a base de cuentos. Siempre del rollo clásico: una Blancanieves, un Pulgarcito, nada de esos cuentos postmodernos donde Caperucita es más lista que el lobo. Me gustaba sorprenderlos con cuentos clásicos pero casi desconocidos: Piel de Asno, Riquete el del Copete, Los siete cisnes. Y La reina de las nieves, ese increible cuento de Andersen.
Me gusta tener mi público alrededor y embelesarlo. No soy una cuentacuentos que utilice parafernalia. No me pongo sombreros estrafalarios ni nariz de payaso. No saco marionetas (que me dan grima) ni me pongo pelucas. Yo cuento cuentos a pelo, de memoria y con pasión. Me gusta contarlos de pie, yendo de un lado a otro y gesticulando mucho con las manos. A veces pongo caras y hago muecas, pero no abuso.
La clave de un buen cuento es la voz. Yo creo voces de princesas, de brujas y de apuestos caballeros. Paso de narrador a protagonista y de ahí a personaje secundario con convicción y sin aspavientos. La clave de un buen cuento es dejar que los oyentes imaginen sólo con escuchar los cambios de registro de la voz.
La clave de un buen cuento es la emoción. Narrar con el alma y con la confianza de que es un buen cuento el que estás contando. Tratar a tu público como gente inteligente que sabe que tu narración es pura fantasía aunque al protagonista le hagan todas las putadas del mundo. Que sabe que hay cuentos crueles y cuentos con final feliz.
Casi todos los días cuento cuentos a un público unas veces más entregado y otras menos. Intento que sean cortos cuentos que hilvano e improviso. No me los invento, son cuentos que hubo y habrá y a veces mi público se entera del rollo y otras no, depende del día y de la hora. Me gusta con locura mi público. Intento mirarles a los ojos y si no me miran, les busco la mirada. Adoro asustarlos un poquito y asombrarlos algo más. Querría contribuir a sus sueños.
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