Celebramos la fiesta de cumpleaños de una amiga, no la más antigua de todas, la siguiente, esa que iba al otro Instituto, fumaba con 16 años y parecía mayor y muy a la vuelta de todo. Cumplió, mi amiga, cincuenta años y lo celebramos como debe ser. Con la música que a ella le gusta en una azotea llena de sol; con comida abundante, con vino y vermut y sin que faltara nadie.
Fue en noviembre y se lo pasó bien ,ella que tiende a la crítica inmisericorde. Lo se porque casi al final, tras los regalos, cuando el sol ya se había puesto y empezaba a hacer un frío severo en aquella azotea, ya estaba medio borracha y besucona. Al despedirme le di un abrazo y le dije que "te quiero" y ella por poco se me pone a llorar.
Pero no era un "te quiero" de exaltación de la amistad porque yo no estaba borracha. Era el "te quiero" que ya digo siempre desde que A., mi más antigua amiga, me confesó una vez, no hace mucho, cuánto lamenta no decirlo con frecuencia. Y yo, que no suelo ser parca en mis "te quiero" ahora, tras ese día atroz del final del verano, voy soltándolos de manera selectiva, sí, pero sin pausa.
Ella, mi amiga que cumplió cincuenta, no es fácil de ablandar. Siempre tuvo el papel de dura -papel que no se cree nadie- y nos es muy difícil sacarle palabras de amor. En su cumpleaños, aquella tarde de sol frío, de blues y gente querida, se sorprendió con mi "te quiero" y me jode que se sorprenda. Aunque quizás sea culpa mía, y no suya, por mis inestables muestras de amistad, yo que salgo poco, que la llamo poco y parezco siempre tan distante.
Ahora ese día de noviembre lleno de luz lo guardo para recordarme que no soy tan rara.
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