viernes, 20 de febrero de 2015

En el cerro



Una de las cosas que más me gustan de esta vida es tirarme en la hierba en los días del sol de invierno. A mi que me dejen de meditación y pajas mentales. A mi lo que de verdad me centra y me apacigua el corazón es tumbarme en la hierba. No hace falta que sea el paraje más maravilloso del mundo. Sólo que haya abundante verde, fresco y fragante, si puede ser con algunas flores amarillas. Bichitos que zumben alrededor y que el sol pique lo suficiente como para quedarme en camiseta.

De pequeña subía a jugar a un cerro que había tras mi casa. Parecía un cerro alto pero entonces yo sólo tenía seis, siete años. En realidad es una caca de cerro, enano y  ya se lo ha comido la ciudad. Pero tenía, en aquella época, todos los requisitos: hierba, flores -unas coloradas que se llaman conejitos, creo-, pajaritos, abejorros, toda la pesca.

En realidad yo no jugaba mucho, que siempre fui muy contemplativa, y prefería sentarme en lo alto del cerro a mirar la ciudad. Era fantástico estar allí arriba -a mi me parecía estar muy lejos- y oír pitidos de coches, ladridos, la voz alta de algún vecino. Me encantaba aquel barrio tan humilde y cercano y, sobre todo, adoraba contemplarlo desde lo alto, cada detalle de azoteas y ropa tendida, antenas de televisión, tejados de uralita.

Íbamos siempre las tardes templadas de invierno -impensable ir en verano- que son tan cortas y sólo se podía aprovechar a gusto una hora larga. Luego el sol se iba poniendo tras el cerro y había que bajar a merendar. Yo era muy pequeña pero recuerdo que me aferraba a cada sensación -olor de hierba, piar de jilgueros, zumbidos, ladridos lejanos, el color amarillo, el rojo, el azul- y notaba siempre una leve angustia. La certeza de que aquello tenía un final y era doloroso.

Ya digo que ni está ese cerro verde, ni la casa dónde yo vivía -aunque sí el barrio, que sigue igual- pero hay otros cerros y otra hierba y el sol sigue calentando de manera confortable, como este mediodía.

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