Finalmente elegí Con el viento solano. Una novela no muy extensa, estupenda para leer al fresco y compadecerse del lamentable Sebastián, ese tipo que huye y se empapuza en vino y aguardiente. Como le decía a Sara, me gusta de vez en cuando pillar una de esas novelas sociales de los años 50, que ahora no están de moda y que tienen furibundos críticos entre los que no me cuento.
La novela social hay que leerla en pequeñas dosis, eso si, porque suele ser despiadada y te deja el alma reseca. También hay que ser selectiva y desechar las que atufan a moralismo, cosa que se descubre siempre en la primera página y con esas no tengo reparo. A la estantería a morir.
Me gusta este Ignacio Aldecoa, que cuida las palabras y es rotundo en adjetivos. Cuenta las desdichas de Sebastián sin mojarse, como diciendo, oye, yo no tengo la culpa de las cosas que le ocurren a este pringao.
Me flipa El Jarama, de Sánchez Ferlosio, que creo es la primera novela social que leí. El día de fiesta junto al río, las charlas en el merendero, las tensiones y pequeñas broncas, la tragedia narrada con tanta frialdad y que de deja KO.
Amo Entre visillos, de Carmen Martín Gaite y su atroz descripción del aburrimiento y la resignación pequeño burguesa de pueblo. Tengo que volver a leerla.
Adoro Dos días de septiembre de Jose Manuel Caballero Bonald, quizás porque habla de un lugar que conozco medianamente bien y del levante que vuelve loca a la gente. Porque habla de dos días en los que pasa poco pero sucede mucho y para eso, el jerezano es un maestro.
Hay algunas más por ahí. Dentro de unos meses volveré con Aldecoa y Gran Sol (lo dicho, en pequeñas dosis) que supongo será una lectura muy grata en otoño, cuando el viento sople fuerte. Ahora, con el mar enfrente y la ducha fría esperándome, leer estas historias de calor meseteño son mi pequeño y culpable placer.
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