En cinco años de carrera universitaria, mis profesores me enseñaron muy poco. Podría contar con los dedos de una mano y aún me sobrarían dedos, a los profesores que me enseñaron algo que mereciera la pena. Algunos se limitaban a dictar apuntes. Otros casi nunca aparecían y, cuando lo hacían, daban una clase magistral, sí, pero del único tema que dominaban. En cinco años de carrera yo aprendí de mis compañeros.
Éramos un grupo pequeño, unos quince, con las mismas ganas de divertirnos y aprender. Juntos viajábamos, viajes culturales-gastronómicos. Juntos íbamos a exposiciones, congresos y conferencias. Organizábamos comidas donde cada uno aportaba su especialidad -los huevos rellenos de V, las papas aliñás de M., las trufas de chocolate de A.-. Competíamos sanamente en lograr sobresaliente. Descubríamos bares con tapas exquisitas. Hacíamos juegos de campamento, larguísimas tardes jugando, haciendo confidencias, haciendo planes.
Después de veinte años, celebramos nuestro reencuentro. Nuestro delegado de clase hizo un brindis, dijo que con nosotros vivió los años más felices de su vida. Más tarde fuimos preguntando a los demás si era así, si aquellos fueron realmente los años más felices. Yo les dije que no, que afortunadamente he vivido otros años felices pero que aquellos años tuvieron una magia irrepetible, que no se volverá a dar. Y que el pasado sábado, logramos volver, por unas horas, a acariciar.
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