Esta mañana no encontraba el despertador. Con los ojos pegados de sueño, fui incapaz de saber dónde estaba. Como es sábado, mi único interés era saber la hora y calcular cuánto quedaba para levantarme, una hora que fuera prudencial. No me gusta levantarme tarde y que se me eche el día encima. Tenía sueño, entraba poca luz por la ventana. Me levanté y busqué el teléfono que guardo en un cajón.
Apagado, a veces lo enciendo y borro los sms de telefónica. Esta mañana lo encendí para saber la hora. Pulsé la contraseña, tumbada en la cama, eran las siete y media. Pulsé las teclas que sabía de memoria, las teclas de cada mañana, hasta febrero. Pulsar teclas es fácil. Es un acto mecánico aunque el corazón vaya a mil. Detenerse con plena conciencia, decir, hasta aquí, es lo difícil, te arroja a una estúpida inconsistencia.
A las doce apagué el teléfono y lo volví a guardar en el cajón.
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