jueves, 23 de julio de 2020

Geografía sentimental en google



Había un pueblo en el norte andaluz que tenía un castillo. No recordaba el nombre del pueblo ni del castillo. Busco por la sierra norte, me sale Huelva, me sale Badajoz, me sale Sevilla. Aparece el pueblo aquel, alargado y soso y en una esquina, más apartado de lo que recordaba,  el castillo. Pongo el muñequito amarillo y me planto en la muralla, un polígono desnudo en medio de un secarral. Casi huelo el atardecer de aquel febrero.

Busco el piso del verano pasado. Encuentro la calle pero no consigo localizar el portal. Debería ser fácil porque enfrente estaba Bob Esponja mirándonos desde una oficina. Husmeo por la calle, llena de bares,  la gente que paseaba y bebía cerveza, parques asilvestrados en casi cada esquina, el mural de  las mariposas que veíamos de vuelta, con frío y con hambre.

Localizo el bar cerca del templo de Diana donde almorzamos. Una bandeja hasta arriba de croquetas que duró apenas unos minutos. El calor aplastante junto al puente romano que me obstiné en visitar y la promesa de una piscina a pocos pasos. Localizo la piscina desde arriba y casi vuelvo a ver a M. que aún era pequeño y armaba tanto barullo.

Encuentro aquella urbanización impersonal donde me sentí muy triste, no localizo el portal donde estaba mi piso pero reconozco, tras tantos años, la carretera que había que cruzar para ir al instituto.

Vuelvo a visitar la playa inmensa donde paseamos desnudos y los bares de copas donde no nos atrevimos a entrar.

Vuelo por encima del pueblecillo de montaña donde sólo vivía un puñado de personas que no se hablaban. Almorzamos los cuatro, en aquel viaje almorzar era siempre una fiesta, y le dimos conversación a una señora depresiva que se lamentaba de vivir en aquel pueblucho de mierda. Para nosotros, urbanitas,  era un pueblecillo precioso.

Regreso a la plaza del elefantito del pasado invierno que nos costó localizar y eso que estaba allí al lado. Yo la adoro por Bernini y a M. le gusta por la película de Ángeles y demonios.

Y entro, por fin, en un parque de atracciones que no visité porque entonces yo era miedosa y aún me aturullaba en el metro.  Ahora, con el muñequito amarillo, paseo junto a la noria de El tercer hombre y pienso que es una buena excusa para volver.