No me gustan los museos arqueológicos. Me abruman las colecciones de piedras, de estatuas, estelas, sarcófagos, de relieves e inscripciones. Llegas a un museo arqueológico y la Historia se te cae encima. Antes, cuando estudiaba, iba a los museos empeñada en verlo TODO y estudiarlo TODO. Una catetada. Y como lo analizaba TODO acababa trastornada y con dolor de cabeza. La Historia a mis espaldas. Estatuas tan silenciosas y siniestras. Y tantos museos siniestros.
Ahora cuando viajo intento evitar los museos del tipo "aquí se guardan todos los restos excavados y sacados a la luz". Me llevas a una pinacoteca y soy feliz y te puedo hasta llorar de la emoción. Pero no me lleves a ver piedras entre paredes porque me deprimo. Soy así de simple.
En cambio, me plantas ante ese soberbio
decumanus maximus, con el levante dándote latigazos en la espalda y con el Atlántico al fondo y ahí si me rindo. A los pies de un pasado no muy diferente a nuestro presente, al menos en esta tierra, y a los pies de la sombra de quienes pasearon por ahí.
Hubo un terremoto, hace muchos siglos. El enlosado de la vía está aún roto y deformado por el temblor de tierra. Pisas ahora por ahí y piensas en cuánta gente pisaba diariamente, iba al
macellum, charlaba en el foro, chismorreaba en las
tabernae. Hay un teatro pequeñito y resultón, te imaginas a la plebe -casi paisanos míos- desternillándose con la comedia de moda. Tan lejos y tan parecidos.