Escrito en 2018, cuando aún había este tipo de actos y yo aún me ponía con la regla.
Lo que pasó es lo siguiente:
Acudo a un acto de despedida al que no tengo obligación de asistir pero voy con ganas porque se despide a gente que aprecio. Es un acto un poco aburrido y a ratos emotivo. Con el protocolo justo, sin agobiar. Hay gente muy arreglada, de tacón y traje largo y gente que va de calle con sus vaqueros y polo. Cierta anarquia inocua. Nadie se va a molestar si te vas a la mitad del acto o si hay bebés que lloran o si vas sin pasar antes por la peluquería.
Llegan los discursos y uno pinta especialmente largo. Leen dos personas: hombre y mujer. Se han empeñado en ir agradeciendo, uno a uno, a las personas de las que se despiden. Nombran a Fulanito y dicen que es alguien muy muy querido y rememoran una anécdota de dos años atrás. Luego nombran a menganita y recuerdan cuanto la aprecian y lo simpática y cariñosa que es, como una madre. Y así van desgranando una lista muy larga.
Yo me voy inquietando porque tardan en nombrarme. Se que a la primera no me van a nombrar porque nunca pasa así. Pero, a la mitad por qué no. Tendría su lógica. Yo no soy la más popular pero mi huella digo yo que habré dejado. Pues no, coño, pasan los nombres y no aparezco. Y me pongo bastante nerviosa porque aquello ya pinta a final y no hay asomo de aparecer. ¿La última, como fin de fiesta?¿Una sorpresa final? Me agarro a las últimas palabras del discurso, despedida, besos pa todos y chimpum. Me quiero hundir en el asiento, que me trague, desaparecer y aparecer en mi camita a salvo.
Lo segundo que deseo es que nadie, solo yo, se haya percatado. Y que nadie me diga nada por dios. Después deseo no pensar en lo mal que me siento. Lo consigo bastante bien y hasta disfruto de lo que viene después: una cena, copas, voy sorteando la noche sin agobiarme. De vez en cuando me acuerdo, pero bah, desecho los pensamientos depresivos como una campeona.
Me acuesto muy tarde y duermo fatal. Y ya al despertarme me hincho a llorar. Es que tenía que llorar porque de otra forma exploto. Y ya me autocompadezco sin recato. Que por qué a mi, que o bien soy mala o bien insignificante porque que no la nombren a una en un puto discurso tiene su razón: o eres mala y todos te odian o eres una insignificante y nadie se acuerda de ti.
No se qué es peor, aunque prefiero lo segundo.
Mi autoestima estuvo bajo cero toda la mañana y además me puse con la regla. Después me hice la valiente y pensé que pelillos a la mar. Conté mi anécdota, lo cual me provocó más llanto y a la vez me sirvió de desahogo. Por la tarde me ocurrió algo chulo que me volvió a levantar el ánimo y el ego y en esa estamos. Relativizando y usando la triste historia para darle vida al blog. No hay mal que por bien no venga.
Llegan los discursos y uno pinta especialmente largo. Leen dos personas: hombre y mujer. Se han empeñado en ir agradeciendo, uno a uno, a las personas de las que se despiden. Nombran a Fulanito y dicen que es alguien muy muy querido y rememoran una anécdota de dos años atrás. Luego nombran a menganita y recuerdan cuanto la aprecian y lo simpática y cariñosa que es, como una madre. Y así van desgranando una lista muy larga.
Yo me voy inquietando porque tardan en nombrarme. Se que a la primera no me van a nombrar porque nunca pasa así. Pero, a la mitad por qué no. Tendría su lógica. Yo no soy la más popular pero mi huella digo yo que habré dejado. Pues no, coño, pasan los nombres y no aparezco. Y me pongo bastante nerviosa porque aquello ya pinta a final y no hay asomo de aparecer. ¿La última, como fin de fiesta?¿Una sorpresa final? Me agarro a las últimas palabras del discurso, despedida, besos pa todos y chimpum. Me quiero hundir en el asiento, que me trague, desaparecer y aparecer en mi camita a salvo.
Lo segundo que deseo es que nadie, solo yo, se haya percatado. Y que nadie me diga nada por dios. Después deseo no pensar en lo mal que me siento. Lo consigo bastante bien y hasta disfruto de lo que viene después: una cena, copas, voy sorteando la noche sin agobiarme. De vez en cuando me acuerdo, pero bah, desecho los pensamientos depresivos como una campeona.
Me acuesto muy tarde y duermo fatal. Y ya al despertarme me hincho a llorar. Es que tenía que llorar porque de otra forma exploto. Y ya me autocompadezco sin recato. Que por qué a mi, que o bien soy mala o bien insignificante porque que no la nombren a una en un puto discurso tiene su razón: o eres mala y todos te odian o eres una insignificante y nadie se acuerda de ti.
No se qué es peor, aunque prefiero lo segundo.
Mi autoestima estuvo bajo cero toda la mañana y además me puse con la regla. Después me hice la valiente y pensé que pelillos a la mar. Conté mi anécdota, lo cual me provocó más llanto y a la vez me sirvió de desahogo. Por la tarde me ocurrió algo chulo que me volvió a levantar el ánimo y el ego y en esa estamos. Relativizando y usando la triste historia para darle vida al blog. No hay mal que por bien no venga.